Presidente de la CC defiende la Constitución de 1991, que conmemora 33 años de ser proclamada

Por en julio 4, 2024

El presidente de ese alto tribunal dice que querer cambiar la Constitución porque sí, es el peor mensaje que puede darse a un pueblo.

Hoy, 4 de julio, cuando se cumplen 33 años de la aprobación del texto de la Constitución Política de Colombia, el presidente de la Corte Constitucional, José Fernando Reyes Cuartas, ante el deseo del jefe de Estado, Gustavo Petro de una Constituyente, dijo que la discusión no puede ser otra que la defensa a ultranza de la Constitución de 1991.

Por ser de gran actualidad y de suma importancia para el país lo afirmado por el magistrado Reyes Cuartas, en el nuevo aniversario de la joven Carta del 91, La Campana publica en su integridad su discurso para la reflexión de nuestros lectores.

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Una constitución política tiene muchas formas de ser leída e interpretada. En efecto, puede verse como un texto político porque evidentemente describe y prescribe las formas cómo el poder se ejerce en una nación determinada. Es un texto sociológico porque retrata el trasiego de un conglomerado determinado y es capaz de pervivir por muchos años Incluso con variaciones sustantivas de su devenir. También es un texto filosófico porque evidentemente enseña, prescribe y fórmula principios, denota su alcance, muestra senderos de entendimiento del comportamiento social de quienes habitamos un terruño, en fin, es entonces una forma de pensamiento, una episteme si se quiere. También es un texto histórico porque es capaz de fijar un momento de la vida de los pueblos y permite mostrar su evolución y quizá también dibuja su horizonte.

En una constitución nos reflejamos todos los ciudadanos de un país, tanto en nuestras creencias como en la forma de pensar, ser y actuar; por eso una constitución también en alguna forma es el mapa que todos y cada uno de nosotros dibuja y traza, para alcanzar su felicidad y la de los suyos. Una constitución es ante todo y por sobre todo una manera de entendernos, de visitarnos, de leernos, en fin, de acomodar nuestras vidas complejas con las vidas de otros. Para al final afirmar la convivencia pacífica, como necesario fundamento de la vida de cualquier pueblo y de la posibilidad de su existencia. La Constitución al final la necesita un pueblo como brújula, como faro y como punto de equilibrio; es verdad que, en la isla de Robinson Crusoe, no hacía falta una Constitución. 

Colombia ha sido una nación terriblemente asediada por la violencia; de ella no hemos escapado ya mismo desde los inicios de la República y aún pervive con su inusitada crueldad. Los días de felicidad y de vida en paz y armonía, han sido escasos para los colombianos y colombianas, y como dije, ello puede verse así desde los albores de los años 800 y hasta hoy día. La firma de un acuerdo final de paz en el año 2016 marcó una esperanza; aún existe en nuestros corazones y en nuestra mente el deseo firme de que un día la paz será nuestro mejor amanecer cada jornada. Pero todavía ello parece aun lejano, porque ayer y hoy siguen retumbando en varios puntos de nuestra nación las bombas y los disparos; seguimos lamentando los asaltos, los asesinatos y en general, todas las barbaries posibles; y al lado de tanto ruido, sangre y maldad, persisten los llamados de auxilio de los que aquí vivimos, pero la fuerza terrible de los fusiles y de los cañones no para, no ceja en su empeño de imposibilitar las vías de la paz. Seguimos hoy con el sueño de quienes en los años 800 se asomaron a tantas guerras que terminaron siempre con una nueva constitución que a la vez era el embrión de otra nueva batalla y de otra nueva constitución.

Hoy estamos conmemorando 33 años de nuestra nueva constitución, la que por supuesto también fue la simiente de otra nueva esperanza; 33 años de un nuevo pacto; 33 años de una historia que arranca; 33 años de esta, nuestra última esperanza. En 1991, una asamblea nacional constituyente se reunió, después de muchos avatares, que impedían una configuración de un organismo de esta especie, y aún contra las voces, que proscribían una forma distinta de reformar la Constitución, salió adelante esta idea, integrada por 70 constituyentes, personajes egregios e ilustres, de todas las procedencias y de todos los pensamientos, que supieron interpretar el espíritu de los tiempos, que no era otro que deponer los ánimos, desarmar los espíritus, abandonar las armas, deshacerse de los sesgos ideológicos y atreverse a pensar en un país distinto, donde todos cupieran, en fin, donde todos fuéramos ciudadanos y ciudadanas que contáramos todos los días y no apenas cada cuatro años el día de las elecciones. Seguramente hay muchas cosas para decir de esta constitución desde el punto de vista orgánico y de la prevalencia de los modelos que en el tiempo liberal se idearon como los mejores, fundados ellos sobre todo en la tridivisión del poder, en el control al ejercicio de todos los poderes, en la prevalencia del principio democrático, en la pervivencia de los derechos fundamentales y un largo etc. Pero hoy no pondremos tono académico, hoy es un día para celebrar la existencia de una Carta de navegación que es al final el receptáculo de todas nuestras esperanzas.

Muy personalmente creo que es la idea de los derechos y su forma de protegerlos y garantizarlos, lo que hace que definitivamente podamos hablar de una constitución distinta a la de 1886, porque, en fin, sigue existiendo en esta nueva Carta el bicameralismo de antaño, un presidencialismo fuerte, la prevalencia de la democracia representativa, etc., pero reitero, la idea de los derechos fundamentales y su protección es quizá lo que ha afianzado la idea de que tenemos una nueva constitución. Quiero decir, en primer término, que evidentemente la Constitución de 1886 consagraba un plexo de derechos cuya universalidad no estaba en duda, sin embargo, en el trasfondo, la idea de ser meros derechos programáticos anulaba de raíz la posibilidad de su existencia, pues, al final, inclusive los derechos políticos, terminaban, siendo un asunto que se medía en términos de su costo o lo que es lo mismo de la existencia de los recursos públicos para su garantía. 

Concebir los derechos entonces como un programa y no como una normacomporta in se el germen de su ineficacia y anula la posibilidad de la existencia viva de los derechos. Derechos sin garantía, en fin, derechos sin fuerza de cumplimiento, son simples aspiraciones que apenas se inscriben como un sentimiento pero que al final terminan siendo simplemente otra defraudación a los ciudadanos y ciudadanas. Cuando los derechos no tienen el ropaje de su exigencia, entonces todo termina siendo papel mojado y al final todo ha cambiado para que todo siga igual. Hoy esta es una reflexión pendiente en nuestro país a propósito del (in)cumplimiento de las sentencias en materia de acción de tutela pero también de constitucionalidad, de la Corte Constitucional colombiana, pues los índices del incumplimiento terminan siendo agobiantes y al final queda la sensación en un sinnúmero de ocasiones de que las sentencias se quedan en bellos y sesudos textos escritos con una utilidad apenas sí dirigida a los profesores y estudiantes, como su única capacidad de rendimiento.

A 33 años de existencia de la Constitución de 1991, podemos decir que nuestra sociedad ha avanzado sobre todo como he dicho en el afianzamiento de la idea de la garantía de los derechos, esto es, en la posibilidad de demandar su cumplimiento, y en el entendimiento por todos, inclusive de las personas menos ilustradas, de que los derechos no son concesiones graciosas, y que la razón de ser de todo poder público no es otra que  garantizar a cada persona el cumplimiento pleno de los derechos que la sociedad se prometió por medio de una constitución.

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Presidente de la Corte Constitucional, José Fernando Reyes Cuartas.

Por eso en la hora de ahora cuando hablamos de nuevos proyectos constitucionales, cuando los fantasmas de la violencia y de la guerra siguen tan campantes, cuando el tronar de las armas y el afianzamiento del crimen, parece enseñorearse sobre nuestro territorio, la discusión no puede ser otra que la defensa a ultranza de la Constitución de 1991, a través de todos los medios que ella prevé para garantizar la existencia de una convivencia pacífica y armónica, entre todas y todos los ciudadanos y ciudadanas. De allí que todas las voces, desde el gobierno y sus políticas públicas, las fuerzas armadas y militares para la garantía de la paz y la lucha contra el delito; las autoridades judiciales dispuestas para aplicar las reglas, inclusive las punitivas a quienes las transgredan; tienen que ser la voz que se escuche en todos los escenarios. Tenemos una constitución viva y joven, que prevé los mecanismos de solución de sus conflictos, pero a veces nos falta voluntad y nos falta decisión. Nos falta la fuerza interna que mueva el sentimiento de unirnos como un país cuyos paisajes merecen mejores sonidos que los de la metralla; que el cantar de los pájaros y el verde de las montañas no se tiñan de rojo y se pueblen de soledades. La Constitución es ciertamente un gran texto, pero al final casi de nada sirve si quienes tenemos por misión, hacerla viva, real, protagonista de nuestra historia, solo vemos pasar los días sin que las cosas cambien, mejoren, se definan. 

Ciertamente, cada momento político trae nuevos retos a los pueblos; también cada momento de la humanidad plantea desafíos nuevos al constitucionalismo. Hoy, cuando nacen en muchas partes diversas formas de autoritarismo, la Constitución es el primer objeto de conquista, porque ya las revoluciones no son tanto las armadas como aquellas que se toman por asalto a la Carta y arrebatan la Constitución a la democracia y a sus pueblos. Son variadas las formas de autoritarismo encubierto o lo que es lo mismo el llamado constitucionalismo abusivo o autoritario, que arrasa con la democracia con la fuerza de la supremacía constitucional de la que se vale para incumplirla y banalizarla. Nuestra joven constitución de 33 años ciertamente ha sido reformada, pero la Corte Constitucional ha estado vigilante para que ella no sea sustituida. El trabajo de la Corte se constituye así en la fuerza que rescata desde la simpleza o generalidad de los textos normativos constitucionales, la fuerza que necesitan los pueblos de Colombia para sobrevivir, para avanzar, para persistir, en fin, para alcanzar la paz y la convivencia. 

Nuestra Constitución es joven y potente y es capaz de vivir de la mano de las discusiones que hoy florecen, que van desde las preocupaciones, por el cambio y la emergencia climáticos, los derechos derivados de la sociedad cibernética, la revolución tecnológica, y lo que significa la inteligencia artificial para la vida de los derechos. Todo esto tendrá que ser legible desde la Constitución y, claro, también los problemas derivados de las pandemias, de las migraciones y el renacer de las guerras. Los viejos problemas que siempre son los nuevos problemas. Y ello todo tendrá que ser hallado en la Constitución y leído por sus intérpretes.

Entonces ¿cómo seguir hablando de nuevos proyectos constitucionales si es que no hemos sido capaces de desarrollar y hacer cumplir el pacto que nos forjamos en 1991? La Constitución no puede ser una masa deforme, gelatinosa y banal, cambiable a placer, sino al revés, un texto rígido con muy relativas flexibilidades, que precisa de muy meticulosos y exigentes requisitos de variación y cambio. La banalización de la Constitución y lo que es aún peor, el querer cambiarla porque sí, es el peor mensaje que puede darse a un pueblo cuyas manos y cuyos espíritus todavía reclaman la satisfacción de «los mínimos». No hablamos de la abundancia de los derechos, hablamos apenas de aquello que es esencial para una vida digna. Y todo eso está inscrito en el espíritu de 1991. La Corte ha sido capaz de encontrar los derechos que apenas intuíamos; ha podido dar órdenes generales y estructurales para enderezar caminos equivocados o aun sin emprender en las políticas públicas; encontró que era imprescindible e inaplazable una justicia transicional para darle ropaje jurídico a la justicia del perdón, de las lágrimas y de la reconciliación y sobre todo a la responsable de darle vida real a la esperada verdad.

Es verdad que Colombia puede darse una nueva Constitución si así lo quiere su pueblo; así lo autoriza la Constitución en vigor en su art 376. Quiero enfatizar en que nuestro país resume la esencia de una democracia constitucional: tiene un texto escrito donde reside el principio de legalidad de la actuación de todos los poderes; allí vive la esencia de los derechos fundamentales de cada uno de los y las habitantes de este país; el poder se ha dividido para garantizar razonables equilibrios; los jueces y juezas son los árbitros independiente de los conflictos surgidos en un ambiente de pluralismo deliberante de ciudadanos y ciudadanas libres. Como decía antes, en 2016 se ha firmado un acuerdo final de paz; un potente documento político el cual debe ser implementado por los subsiguientes 3 gobiernos pues el mismo comporta un compromiso que ha de ser acatado de buena fe (sentencia C-630/17). La Corte Constitucional descartó que sea un acuerdo especial en la sentencia C-171/2017. Luego lo que hoy rige para la reforma o adopción de una nueva Constitución ha sido puesto en el art. 374 y ss. de la Carta Política. De acuerdo con la jurisprudencia de la Corte Constitucional, todas las obligaciones internacionales de la República de Colombia, bien sea que su fuente sea de derecho internacional convencional (tratados y convenios internacionales), derecho internacional consuetudinario, principios generales del derecho, declaraciones unilaterales o decisiones de cortes o jueces internacionales, entre otras, deben ingresar o incorporarse al orden interno a través de los mecanismos constitucionales.

Solo los tratados y convenios internacionales ratificados por el Congreso, que reconocen los derechos humanos y que prohíben su limitación en los estados de excepción, ingresan a la Constitución de manera directa, son parte del “bloque de constitucionalidad” en sentido estricto y prevalecen en el orden legal interno. Tienen el mismo rango que el texto de la Constitución de 1991. 

Tal como acabo de decir, la sentencia C-630 de 2017 obliga a cumplir de buena fe el Acuerdo Final como política de Estado, siguiendo los procedimientos constitucionales y legales. Incluso la decisión de la Corte Internacional de Justicia en el caso de la delimitación limítrofe con Nicaragua está sujeta al cumplimiento del artículo 101 de nuestra Constitución, tal como lo establece la parte resolutiva de la sentencia C-269 de 2014. Más recientemente, la sentencia C-030 de 2023 señaló que la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso de Gustavo Petro debe cumplirse, modificando el artículo 277 de la Carta. Es decir, en Colombia las obligaciones internacionales del Estado, aún las declaraciones unilaterales o las decisiones de cortes internacionales, deben cumplirse de buena fe siguiendo los procedimientos constitucionales establecidos en el orden interno.

Finalmente, una democracia constitucional es imposible de ser pensada, sino cuenta con una judicatura independiente, sólida y fuerte; alejada de las veleidades del poder; firme en sus convicciones, ilustrada, respetada, no acorralada ni amenazada. La judicatura requiere de unos presupuestos suficientes, asimismo, de la garantía de la inamovilidad de sus cargos, salvo la remoción previa garantía del debido proceso. Los fallos judiciales que son obras humanas pueden estar muy equivocados, pero para ello están los recursos y en general las diversas formas de ser reversados o reconsiderados; por eso los jueces y juezas no reclaman aplausos para sus fallos; solo el respeto y acatamiento debidos. 

1991, nos legó a todos y a todas, una gran cantidad de promesas, pues al final los derechos escritos en una constitución son por, sobre todo, la garantía de la felicidad de todos sus habitantes. Tenemos una constitución vigorosa, que ha sido apropiada por todos los ciudadanos y ciudadanas, esa constitución es a su vez el material de trabajo de la Corte Constitucional. La Corte es la suprema guardiana de su integridad y de su ubicación superior en el sistema de fuentes del derecho. Ha nacido así para todos y todas los ciudadanos y ciudadanas, el derecho fundamental a la supremacía de la Constitución, y este ya no es un asunto simplemente de juristas o de entendidos en cosas de leyes, ¡no!, es un asunto de los ciudadanos y las ciudadanas: que en efecto la Constitución se imponga como el valor supremo en una nación organizada, solo de esa forma garantiza su armonía y la necesaria paz para la convivencia. 

Por eso sobre los hombros de la Corte está la obligación de que ello siga siendo de esa manera, es decir, que todos y todas confiemos en que hay una Constitución y que existe alguien que la defiende por encima de todas las cosas. Esa es la enorme responsabilidad de la Corte Constitucional. Eventos de rememoración como este, solo aspiran a cumplir el gran papel de recordar y afianzar todos los días, y también memorar cada año, que las promesas constitucionales, como bellamente lo describe Antoine Garapon, tienen un guardián y ese no es otro que el juez. Sin el juez, las promesas son palabras al viento y la supremacía de la Constitución es apenas un simple ejercicio de profesores. Cuando la Corte entiende su papel y dimensiona la trascendencia de su trabajo, entonces encuentra que la garantía de la paz y de la armonía sociales también pasa por sus manos. Por eso antes y ahora esa es su misión trascendental: mantener la supremacía de la Constitución, notificar a los ciudadanas y ciudadanos de las amenazas que se ciernen sobre la democracia, denunciar los autoritarismos, poner en evidencia los extravíos interpretativos interesados, y sentar con fuerza que una democracia constitucional solo es posible si nos tomamos en serio todas y cada una de las previsiones que ha hecho esa Constitución. Por eso la invitación diaria a apropiarse del sentido constitucional y de la responsabilidad que a todos concierne en defender la supremacía de ese texto, como la única posibilidad de poder vivir en paz.

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