¿Para dónde vamos?

Por en octubre 15, 2013

Por Gloria Cepeda Vargas


Al margen de los informes cotidianos más o menos digeribles, dos noticias ameritan sendos despliegues periodísticos: la traída y llevada reforma de la salud hoy al garete en las oscuras aguas leguleyas de Colombia con reseña de lo que fue flor de un día: el hipotético recorte salarial de los congresistas y la violencia sexual cometida por las AUC contra mujeres y niñas colombianas en el marco del conflicto armado. La primera llama la atención por novedosa; la segunda, a pesar de su radical importancia, se convirtió en una gota de agua que a fuerza de caer y caer, termina por pasar inadvertida.

Recientes jornadas organizadas por el Ministerio de Justicia en Santa Marta, reviven el núcleo de nuestra involución: la llamada violencia de género, solapado zarpazo de esta fiera presuntuosa que con el nombre de ser humano sigue confirmando su calidad de supremo depredador.

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El Bloque Norte a órdenes de Jorge Cuarenta, hizo de los departamentos del Magdalena, el Cesar, la Goajira y el Atlántico, infiernos donde ardieron hasta límites infrahumanos niñas y mujeres adultas indefensas ante un plan sistemático implementado por los jefes paras y ejecutado por ellos o sus subalternos. Casos de empalamiento que precedieron al degüello de la víctima, mujeres embarazadas sometidas a las más salvajes aberraciones, atroces vejámenes inferidos a la víctima en presencia de los hijos, de los padres, del marido, son a vuelo de pájaro, síntesis del sufrimiento femenino en esa Colombia que no conocemos; en esa orilla que solo de vez en cuando nos asalta el sentido en reseñas geográficas o informes periodísticos.

Los testimonios que comienzan a salir a flote, son de tanta y perversa magnitud que según Édgar Carvajal, fiscal 54 de la Unidad de Justicia y Paz, estas conductas pueden considerarse delitos de lesa humanidad porque lesionan de manera irreversible el cuerpo y el alma de la víctima, porque profanan lo intocable y convierten a las habitantes de las áreas rurales colombianas en una caravana de fantasmas o en una recua sin dignidad. La Fiscalía constató que en 21 de los 32 departamentos se dio algún tipo de violencia sexual siendo los más azotados el Magdalena con 189 casos y Antioquia con 64.

Palpando lo que mueve la atención noticiosa en Colombia y lo que criminalmente se silencia, me pregunto por qué, a estas alturas del dolor, no hemos aprendido a vivir. Por qué seguimos siendo tan ingenuos o egoístas. Es insólito que nuestra dirigencia política, empresarial, económica y aun intelectual y religiosa, considere el recorte salarial de los parlamentarios como tema digno de difusión y se encoja de hombros ante la agonía de la mujer, la cual -pellizque a quien pellizque- fue, es y será eje de la sociedad y constructora de su tiempo.

Un país donde el feminicidio es palabra institucionalizada y cuya base se socava de manera recurrente, no puede esperar efectividad en la aplicación de la ley. Un pueblo que antepone la fuerza bruta a la acción civil, el fabulario misógino a la autoría femenina de los ingredientes que conforman ciudadanía y entrega, está incapacitada para ocupar un lugar decoroso en el inventario de los países civilizados. Debemos aceptar sin mezquindad lo que representa la mujer. Tratar de cosificarla en silencio cómplice o agresión constante, es, a más de ruin, inútil. Hagámosla visible reconociendo el derecho que conquistó al hacerse partícipe de la responsabilidad universal. Solo así valdrá la pena legislar e invocar las bondades de la democracia. Solo así será soportable y quizás efectivo tanto parágrafo, sesión, conciliábulo, foro o viaje; tanto Honorable en acción y tanto cepillo a la vanidad del poderoso. Empecemos por el principio.

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