Los Derechos Humanos Inhumanos

Por en enero 17, 2022

Por Carlos Jorge Collazos Alarcón

A nadie se le ocurriría cuestionar la tremenda importancia que comportan los denominados Derechos Humanos. Esos que son inherentes a todos nuestros congéneres por el solo hecho de existir y que buscan la protección de los más básicos aspectos de las personas, como la vida, por supuesto. Pero no cualquier vida. No la vida entendida simplemente desde el mero punto de vista biológico, en el sentido de tener funciones corporales, sino la vida en condiciones que permitan otorgarle un valor intrínseco.

Es así como, a más de la vida, se cuentan entre los Derechos Humanos la salud, la educación, la alimentación (que ahora está tan de moda llamar seguridad alimentaria), el trabajo, entre muchos otros. En fin, todos aquellos que otorgan a la vida su cualidad de digna.

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Hoy parece una verdad de Perogrullo su existencia, pues es prácticamente inconcebible un ámbito de la vida en sociedad donde no tengan aplicación. Ni siquiera en escenarios de conflicto bélico, en donde se entretejen con el Derecho Internacional Humanitario; pero estos son harina de otro costal.

Sin embargo, no siempre fue así. No siempre fueron tan obvios. De hecho, aunque se empezó a hablar de ellos y se consagraron por primera vez en la Revolución Francesa (1789), fue solo hasta el final de la primera mitad del siglo pasado (1948) que se instituyeron de forma global por la recién creada ONU en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, como consecuencia de los horrores vividos en la Segunda Guerra Mundial. En el caso concreto de nuestro continente, fueron trasvasados y desarrollados en la Convención Americana de Derechos Humanos de 1969.

Esta breve introducción tiene el único fin de mostrar al lector que los Derechos Humanos y su consagración como norma superior son el producto de un arduo trabajo intelectual y de reflexión respecto de los errores del pasado que hemos cometido como género humano.

Por esto resulta preocupante ver, cómo en la actualidad (y desde hace un tiempo) se ha venido desnaturalizando tanto la noción como la finalidad última de los DD.HH.

Pareciera que hoy ya no cuentan con ese principio que inicialmente constituyó el pilar fundamental de la idea misma de esos mínimos de dignidad y respeto que se deben tener con TODOS: el de la universalidad. Según este principio, los Derechos Humanos se predican de todas y cada una de las personas, quienes gozan de ellos por el solo hecho de serlo, sin que importe su origen étnico, su nacionalidad, su filiación religiosa o política, su sexo, su condición económica, etcétera.

En efecto, desde hace un tiempo he visto con tristeza la deformación, la corrupción de la figura misma de los Derechos Humanos, a través de un discurso que astutamente predica su aplicación y exige su respeto cuando considera que ciertos grupos poblacionales están siendo injustamente atacados, pero hace oídos de mercader y tiene la vista gorda, cuando las víctimas de las agresiones, por atroces que sean, somos todos los demás.

Es así como en los últimos tres años hemos visto muestras de ello a lo largo de toda Latinoamérica, como en Chile, Perú, Ecuador, y (quién lo diría) Estados Unidos. En el caso específico de Colombia, basta recordar los desmanes cometidos por los manifestantes en el infame paro que estalló el año pasado y cuyas nefastas consecuencias hasta hoy reverberan con mayor o menor intensidad en algunas ciudades.

Sin ir más allá, el suroccidente colombiano es testigo cada año de los bloqueos a las vías de transporte terrestre que conectan la región con el resto del país y con el sur del continente, perpetrados por las comunidades indígenas del Departamento del Cauca, organizadas, coordinadas e institucionalizadas por el CRIC (Consejo Regional Indígena del Cauca).

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Otro flagelo que azota al Cauca y a otras zonas del territorio nacional, aunque a estas en menor medida, es la invasión de tierras de propiedad privada, también por las comunidades indígenas, con el agravante de que, al ver el éxito de esta práctica, la han venido adoptando otros grupos étnicos, como las negritudes y las asociaciones campesinas, con el fin de doblegar a los propietarios y obligarlos a vender, al precio que sea, sus predios al Estado, para su posterior entrega, totalmente gratuita, dicho sea de paso, a la comunidad respectiva.

Todo esto, bajo el escudo y la égida de los Derechos Humanos, que invocan a gritos en manifestaciones, medios de comunicación y redes sociales, pregonando a diestra y siniestra, más a la siniestra, ser víctimas del gobierno, de la fuerza pública, de la empresa privada, del sistema financiero, y en general de todo y de todos y por todo. También se enfrascan en la prolongación de la idea de una supuesta deuda histórica de unos grupos con otros.

Sin embargo, estos no son más que pretextos para, ellos sí, desconocer y violentar de la forma más descarada todos y cada uno de los Derechos Humanos bajo los cuales se cobijan cuando lo necesitan o les conviene.

Porque, curiosamente, cuando son las víctimas del vandalismo vivido en el paro, que raya en terrorismo urbano, o quienes en los bloqueos no pueden trasladarse de sus casas a su lugar de trabajo o estudio y viceversa, o los que ven en riesgo su salud y su vida por no poder trasladarse oportunamente a los hospitales o por la falta de insumos médicos, quienes piden la protección de las autoridades, amparándose, precisamente, en esos mismos Derechos Humanos, guardan un silencio sepulcral.

Cuando queman viviendas, negocios o estaciones y puestos de policía, a veces con la gente adentro, cuando mueren enfermos en ambulancias en tránsito de una ciudad a otra por no poder pasar, cuando hay quiebras económicas que dejan a decenas o centenas de familias sin empleo y, consecuentemente, sin medios de subsistencia, del discurso de Derechos Humanos que tan bien tienen aprendido y que tan de memoria se saben y recitan, ni noticias.

Pero vaya un policía y, en medio del fragor de los disturbios o en ejecución de un operativo, le toque un pelo a alguno de esos “indignados”, para que inmediatamente cobren toda su vigencia nuevamente y hasta con nuevos alcances. Lo mismo pasa si es un pobre ciudadano quien se defiende de la agresión contra su integridad, la de su familia o la de su patrimonio.

Y digo nuevos alcances, pues no debemos olvidar que, en su visita a Colombia durante el paro, la señora presidente (sí, presidente y no presidenta) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, fue enfática al sostener que, en pocas palabras, si la causa es justa, los bloqueos prolongados de las vías son legítimos. Como quien dice, el fin justifica los medios. Ahí sí, duélale a quien le duela y muérase quien se muera.

¿Y mientras tanto, los Derechos Humanos de la mayoría? Bien gracias. De esos no se habla. Eso es pecado mencionarlos. Esos no existen.

Da la impresión entonces, que los Humanos son hoy derechos excluyentes y elitistas, reservados de forma exclusiva a unas muy específicas minorías (siempre que sean progresistas), pero vedados e inalcanzables para la mayoría de la población, a la que miran hasta raro cuando los invocan.

Valdría la pena recordar que la vida de todos, la salud de todos, la educación de todos, la propiedad de todos, también son Derechos Humanos, no solo los de unos pocos. Espero ver en el futuro próximo sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en las que la responsabilidad se declare por la falta de protección al empresario que quebró porque le quemaron su local y le robaron su mercancía, o a la bebé que murió en una ambulancia en medio de la vía, porque los indígenas no la dejaron pasar hacia la clínica de Cali, a la que se dirigía, o al propietario que perdió definitivamente su patrimonio, gracias a las invasiones. Espero ver que los DD. HH vuelvan a ser universales.

Lo dudo, pero la esperanza es lo último que se pierde. Por ahora, solo resta esperar el siguiente bloqueo.

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