Libertad nuestra de cada día
Por Gloria Cepeda Vargas
No soy masoquista, al menos no me he pillado en plañidos existenciales. A pesar de haber lucido velo y corona de nítido azahar cuando el sol todavía no me daba en la espalda, no recuerdo haber metido en el mismo plato amor y salvajismo ni mucho menos haber imaginado que mi compañero era un ser superior aunque me llevara como diez centímetros de estatura y dos o tres decibeles en el sonido de la voz.
Regresaría a mis recovecos biológicos, a mis desagües lacrimales, a mis catarsis emotivas. Volvería, no a jugar con muñecas porque nunca me desvelaron esos autistas bebés de celuloide que coparon las navidades de mi infancia, pero sí a jugar trompo y bolas en los recreos y hasta en las esquinas del Popayán de entonces con la excusa de que “era una niña insufrible” como me calificaban mis inolvidables monjas salesianas. Regresaría a la exploración y maestranza de la soledad que de tanto me ha servido en la vida, a la administración pragmática de mi debilidad física cuando de eso se trata, a la acechanza conmovedora de los muchachos del liceo y a decir sí cuando estaba pensando todo lo contrario.
No obstante haberme visto obligada a drenar mediante escritos medio locos, medio cuerdos, los chichones que me asestaron las inequidades conocidas, volvería a llamarme Gloria o Anastasia, María o Salomé, nunca Abelardo, Jorge, Vicente o Segismundo.
¿Creen que es poco descender de la primera neonata-producto de algo tan aséptico como un alumbramiento costillar ¡y masculino!? ¿De representar para los deslumbramientos varoniles el ángel y el demonio en un mismo paquete? ¿De encarnar el máximo e imperdonable insulto? ¿Por qué no sacan a asolear en esas mentadas de madre, los nombres del padre, el abuelo o el tío? Sencillamente porque son solo eso: el padre, el abuelo o el tío.
Claro que a las antesalas de mi juventud se las llevó el verano. Pero no deja de ser motivo de agradecimiento poder vivir lejos de exposiciones vitrineras como esos productos artesanales de las ferias de Semana Santa, tal y como han de hacerlo los testiculados caballeros sino desean ser precipitados a las tinieblas exteriores. Sufrir tormentos indecibles por no “poder responder” o verme obligada -¿u obligado?- a incluir en la canasta familiar la cajita de Viagra, bastón misericordioso para esas cojeras que no dejan descansar en paz.
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