Juan Arroyo y su recuerdo del pintor Augusto Rivera Garcés
Artista universal que se inspiró en costumbres y cultura de su natal Bolívar, Cauca.
Por Aura Isabel Olano
El pintor y restaurador payanés, Juan Arroyo, que a sus 9 años se maravilló con las historias que Víctor Quintero contaba de su primo, el pintor Augusto Rivera Garcés, nunca imaginó que a pesar de la diferencia de edad llegaría a ser su amigo, ayudante y luego restaurador de las obras de este gran artista caucano.
Ese niño escuchaba atento anécdotas que narraba el personaje que se hospedó en su casa paterna de la calle cuarta de Popayán, hoy sede del SENA, aunque poco entendía de celestinos y celestinas que había en Bolívar, Cauca, y mucho menos de citas clandestinas que se hacían en donde el herrero del pueblo.
Esas historias que escuchó en 1959 y que hoy le parecen mitológicas, se le quedaron grabadas para siempre. Siete años después, ya con 16, todo un adolescente inquieto, se encontró en La Herrería de Popayán con Víctor y Ricardo Quintero, los primos del pintor Rivera Garcés, y volvieron a narrar las historias mágicas de los “bolsiverdes”, mientras ellos bebían licor y el joven tomaba gaseosa La Reina. Fueron cinco horas de tertulia. Se fascinó aún más con la picaresca de los bolivarenses.
Más tarde Juan Arroyo conoció en persona al pintor Augusto Rivera, en su Bolívar del alma. Corroboró que en donde el herrero del pueblo, un hombre gordo que se le parecía a Sancho Panza, se cumplían las citas clandestinas y se desarrollaban deliciosas tertulias, en las que participaba hasta el cura párroco. En ese lugar había pinturas del insigne artista, que repetían figuras de mujeres y hombres.
Allí, al calor del licor, el pintor bolsiverde narraba acontecimientos de esa población del Macizo Colombiano, como la llegada del primer carro, que fue la sensación, pero mientras la gente quería montar en ese extraño vehículo, Rivera observaba su funcionamiento. Y qué decir de la primera nevera General Electric que algún habitante acomodado adquirió. También se comentaba sobre el primer sastre que se estableció en la municipalidad, pues por lo general eran itinerantes. Pronto ese hombre supo de la vida y milagros de sus clientes, además de la ropa que usaban.
La vida cotidiana de su pueblo, Bolívar, influyó en la obra pictórica de Rivera. Solía subir a las cinco de la mañana a uno de los cerros, que de lejos parece un elefante, desde donde miraba y admiraba el paisaje. En un cuaderno anotaba sus impresiones y sensaciones y dibujaba. Allí, rodeado de montañas, permanecía hasta las cuatro de la tarde.
Para Arroyo, Rivera Garcés fue un quijote de la pintura, un poeta de fino humor negro, que lo plasmaba en cada una de sus obras.
A los 20 años se fue a Pasto, en donde ayudó a diseñar carrosas, pintó muñecos para el carnaval de Blancos y Negros, tradición también de su Bolívar natal. A la capital nariñense llegó una compañía extranjera de danza a la que se incorporó para pintar los telones. Ahí empezó como muralista, luego recorrió Ecuador, Perú, Argentina y Chile. Llegó a Valparaíso, alojándose por varios años en donde una señora acomodada. Conoció a Mabel, su musa, una chilena alegre, bonita y amante del teatro, con quien se casó y tuvieron a Martha, su única hija. Vivieron algunos años en Popayán y luego se establecieron en Bogotá.
Por esa época, a Juan Arroyo, quien acababa de llegar de Europa, en donde había estudiado restauración, Rivera lo recomendó de manera especial para que se uniera al taller de su amigo, el artista Arnulfo Mendivil.
Contar historias magníficas, propias de una imaginación sin límites y hablar de su familia, al calor de unos tragos, era su fascinación.
Tenía el don de combinar los colores de manera fantástica. Al lado de tonos cálidos fuertes, ponía rosados y ocres. Para Juan Arroyo era un placer verlo pintar y dibujar, porque lo hacía rápido y con gran pasión sobre esos lienzos en los que volcaba su prodigiosa imaginación. Recuerda que diluía las pinturas con aguardiente caucano, como lo observó en el mural que hizo para el Banco Popular de Popayán, que él, paradójicamente, ha restaurado dos veces. La primera, para esa entidad crediticia, y en el 2014 fue contratado por la Universidad del Cauca, que trasladó recientemente esa pintura al patio contiguo al Paraninfo Caldas, rindiéndole de esa manera un gran tributo al destacado pintor, de cuya obra el Sello Editorial de la Alma Mater editó un libro de gran factura.
Cuando a Rivera no le gustaba el color que había empleado, pasaba la mano rociada de aguardiente sobre la pintura, dejando plasmadas sus huellas, como en la parte inferior del mencionado mural. Tenía “ojo cromático”.
En el plano personal, era un hombre sencillo, generoso al máximo, se desprendía fácilmente de sus obras, era amigo de sus amigos, pero también, de quien no gustaba se lo decía sin ambages.
A este pintor y retratista caucano que hizo parte del primer grupo de pintores expresionistas de Colombia y más representativos de su generación, al lado de Guillermo Wiedemann, Juan Antonio Roda, Armando Villegas, Alejandro Obregón, Enrique Grau, Edgar Negret y Eduardo Ramírez Villamizar, no le gustaba la fama, nunca la buscó, sin embargo la tuvo. Sus obras llegaron a muchos países de Europa, Sur América y a Estados Unidos. Se calcula que hay más de 300 pinturas de Rivera en distintas partes del mundo, en donde hizo exposiciones como invitado.
Juan Arroyo ha restaurado al menos 15 pinturas de Rivera, entre ellas cinco murales que se hallan en Popayán y otras ciudades del país. “Cuando voy limpiando sus obras, sale el color de manera maravillosa. Eso vibra con uno”, dice emocionado este restaurador payanés que tiene su taller en Silvia, Cauca, en donde reside con Lola, su esposa y colaboradora.
Para el mural que hizo Rivera por encargo del Banco Cafetero de Popayán, sede que adquirió la Universidad del Cauca, Arroyo le ayudó a escoger y cortar trozos de cabuya, la que combinó con el fresco. Ese mural también está para restaurar, lo mismo que el de la pintora Lucy Tejada, cuyo boceto conserva Arroyo.
Otra pintura de esas características para el Centro de Convenciones de Cartagena, Rivera la hizo en su taller de Bogotá, que estaba ubicado en la carrera 4 con calle 68, sector de Chapinero Alto.
Entre tantas anécdotas de la vida de este autor caucano, cuenta Juan Arroyo que en una bienal de Pintura en Bogotá, en la que participaban, además Rivera, Castillo, Soriano, Triana, Ariza, Botero, entre otros connotados artistas, la crítica de arte Marta Traba, premió la obra de Botero sin pensarlo dos veces. Luego del veredicto, Juan Arroyo, que estaba cerca, le oyó decir cuando observó el cuadro de Rivera: “Uh, este cuadro de Augusto Rivera hubiera sido el primer premio”.
Rivera Garcés, un pintor incansable, con un estilo muy propio, fue un artista universal que salió de Bolívar, un pequeño pueblo, al sur del Cauca, enclavado en el Macizo Colombiano, cuya cultura, costumbres, paisajes e historias inspiraron su obra.
Juan Arroyo, ese niño que a los 9 años oyó hablar de las historias que contaba un señor de nombre Augusto Rivera, lo acompañó y le colaboró en muchas de sus obras. El recuerdo último que guarda es del final de esa vida fructífera, cuando el maestro llegó de Cartagena, directo a la clínica Marly, en Bogotá, afectado de una terrible cirrosis que lo llevó a la tumba días después, en ese mes de agosto de 1982 a los 60 años de edad.
No solo dejaba a una viuda, a una huérfana, sino a su madre Isaura Garcés de Rivera, a quien mantenía informada de su vida y obras. Tanto así, que Juan Arroyo, conocedor de tan especial relación, en 1992 cuando lo contrató el Banco Popular para que restaurara el mural, con el convenio en la mano llegó a la casa de Doña Isaura, en la calle del Cacho, para solicitarle permiso a fin de intervenir la obra. Ella le agradeció tan especial gesto y le manifestó que confiaba en su talento.
Artículo publicado en la edición impresa del 30 de abril de 2015.
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