De Giovanni Quessep y lo inefable
Por Gloria Cepeda Vargas
En el coro colombiano “Que eleva en la espesura/ desdeñosa cantiga solitaria” (Dionisio Aymará, Venezuela, 1928), canta en soledad el poeta colombiano Giovanni Quessep.
Su voz, a veces desvaída, se resiste al análisis usual, porque su nervadura (¿la tiene?) es construcción (para decirlo de alguna manera), inclasificable para la única exploración que manejamos: el rastreo basado en esos elementos inmediatistas que llamamos crítica literaria.
A Quessep le fue concedida la facultad de abrir la puerta. Accede así a una dimensión donde todo es posible. Extensión sin horizonte, hasta el agua da sombra con fantasmas como manchas de ágata y la “música de hoja desprendida” que reta hasta el oído de las bestias nocturnas. Allí vaga hechizado, aprehendiendo la única historia que lo acompaña desde un borrado rincón del universo. Ahí el ramo “de flores amarillas” con su oráculo en llamas, las polillas ¿azules? “de la perdida infancia”, el rumor que ni el oído escucha ni la palabra expresa a plenitud.
Pero sucede que este lúcido caballero también está constreñido al marco que le impone su carnadura. Como toda concreción de piel y huesos, solo le es permitido relampaguear. Quizá el viaje de regreso le sea doloroso o simplemente melancólico. De su incursión en los predios donde nace el asombro, trae la bruma de ese “tiempo que huye de sí y a sí mismo se alcanza” en una persecución interminable. Por eso cada uno de sus poemas es exclusiva pieza de orfebrería y el lenguaje con que intenta desdoblarse, a pesar de recurrente, siempre renovado en un cauce onírico o surreal.
La imperceptible música “de hoja desprendida”, lo adelgaza hasta casi disolverlo. A diferencia de “las grandes hojas” de Aurelio Arturo, de donde “salía lento el mundo” en un parto iluminado, la hoja desprendida de Quessep, una sola, hace danzar el mundo con la desmesurada música del silencio escuchado.
El poeta es un contador de historias, dijo Borges, y la que cuenta este hombre solo a él pertenece. La fuga le es necesaria porque requiere la irrealidad de sus visiones. Quizá de esas estepas a medias padecidas se trajo las “princesas que no son de la tierra”, los ciervos voladores, los valles que reconoce imaginarios, el ovillo de una canción donde nace y naufraga la melodía sin fronteras.
La poesía es inefable por desconocida. Lo que escribe Quessep nace, no de la magia, ya que ésta es una palabra acuñada por la esencia terrena; viene de minaretes dorados por soles sin poniente, de alondras coloreadas por vinos largamente añejados, de concupiscencias cribadas muchas veces, de melancolías nunca reconocidas como cepas de la triste alegría que por decantada, no abandona.
Nadie escribe como él porque nadie posee sus experiencias que trascienden los fueros de la imaginación. Extraña presencia poética la de este beduino tostado bajo el sol de mil desiertos sucesivos.
El imán que posee “Canto del extranjero”, uno de sus poemas más celebrados, no yace solo en la palabra. Esta sutileza a medias rimada, asoma en la ingravidez del discurso. “Canto del extranjero” es un experimento sintáctico que ata con lazos indestructibles, palabras a las que en otras circunstancias, no les sería posible cohabitar en paz.
Muchos más podríamos decir de este discurso más cercano que el de ninguno a su madre, la poesía, fuerza telúrica que hace crujir hasta el delicado cráter de la rosa.
Lo que escribo no es más que el producto de especulaciones cuando los caminos se agotan. Por ahora sigue ahí, al amparo de los almendros polvorientos, mientras “Cae el otoño/ al patio de nuestra casa”.
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