Afro-misa en Calibío
Por Gabriel Bustamante Peña
Columna julio 19 de 2013
Siempre me ha causado curiosidad y angustia la historia colonial de Popayán, que es su mayor símbolo de identidad como ciudad, pero que a la vez está íntimamente ligada a su rico pasado como ostentoso centro minero, y por ende, esclavista. Esclavitud de la cual derivó su poderío económico, político, religioso y cultural. Precisamente fue el auge minero lo que hizo que aquellos hombres, mujeres y niños afros, fueran cazados y arrancados del África y traídos al nuevo mundo, a ciudades como Popayán, que levantaron su gloria y poder gracias al aporte de los esclavos negros que, paradójicamente, fueron el principal factor en el ascenso de la Ciudad Blanca, y con los cuales aún hoy seguimos en deuda, como ciudad, como departamento y como país.
Cuando viajo al Norte del Cauca, al Patía, o a la Costa pacífica caucana, nunca dejo de sentir que tenemos un pedazo del corazón del África entre nosotros, y que gran parte de lo que somos en el Cauca se lo debemos a nuestros hermanos negros. Solamente recordemos que, la por entonces próspera Gobernación de Popayán, extendía su territorio hasta las inexpugnables tierras del Chocó, y fueron precisamente mineros y terratenientes payaneses, quienes llevarían esclavos negros a este selvático lugar del pacífico colombiano, para sostener sus ostentosas construcciones coloniales, sus mansiones, claustros e iglesias, con la riqueza de las minas.
La Hacienda Calibío, de lejos hoy la casona más grande y fascinante entre las coloniales del país, es una pieza viva de todo ese engranaje colonial y republicano de nuestra memoria colectiva, lugar único que nos puede llevar a tener un encuentro vivo con nuestra historia, llena de paradojas y sentimientos encontrados. Donde incluso su mayordomo, el espigado Arnobio León, es descendiente directo de aquellas familias africanas, traídas por azares del destino a estas tierras, a que construyeran, entre otras, esta mansión colonial en Popayán.
Calibío, además, se vuelve legendaria gracias al desarrollo de la gran batalla que lleva su nombre, el 15 de enero de 1814, donde Don Antonio Nariño derrotó a Juan Sámano. La batalla de Calibío no solo fue decisiva en la consolidación de la República, sino que fue el escenario donde se desarrolló una peculiar historia cuando el noble joven payanés, José Hilario López, es herido de muerte, y es rescatado y puesto a salvo por un esclavo negro. José Hilario López, años después, en 1851, siendo Presidente de la República de Colombia, aboliría la esclavitud.
El pasado 15 de julio de 2013, a la tradicional Capilla de la Hacienda Calibío, llegó un personaje que puso a vibrar de nuevo los muros de esta contradictoria joya colonial, el afro-padre católico Emigdio Cuesta Pino, el primer negro chocoano en ordenarse como sacerdote, y que vino a oficiar el bautizo de mi hija María José. Un afro-padre que no usa alba, ni estola, ni recita de memoria el evangelio, y que, por el contrario, reafirma su condición de negro y afro-descendiente usando túnicas africanas de colores vivos, un vistoso gorro africano llamado togo, y que en sus misas, en lugar de cantos tradicionales, invita grupos afro-descendientes para que bailen cumbias o currulaos.
El símbolo no pudo ser más contundente, un cura chocoano, que además hizo apostolado por años en el África, se convirtió en el primer sacerdote negro que ofició una misa en la capilla de la otrora Hacienda esclavista Calibío, donde los invitados, a su vez, eran en gran parte descendientes de los terratenientes payaneses que llevaron a los esclavos africanos al Chocó, y un solo negro presenciando aquel hecho histórico, el mayordomo Arnobio León, quien no podía creer lo que veían sus ojos, y estuvo a punto de llorar de la emoción con el acontecimiento.
Al final, y después del asombro de los invitados al entrar a la iglesia y tener al frente a un cura negro, de pelo largo, con un gorro de colores y una vistosa túnica africana, el padre Emigdio oficio su liturgia afrocolombiana, amenizada con cantos modernos entonados por el rockero Julio Nava, y en medio de un emocionante aplauso de aceptación y reconocimiento de los invitados al padre afro, bautizamos a María José, como símbolo del nacimiento de una nueva generación más incluyente, tolerante y que viva y sienta la multiculturalidad de nuestros tiempos.
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