Adiós a la matrona payanesa, pionera del emprendimiento

Por en julio 6, 2019

Por Aura Isabel Olano

Imagino que María Teresa Castrillón de Otoya partió de este mundo con la misma sonrisa franca y pícara, con la que me recibió en su casa, hace apenas unos días, después de haber sido galardonada como comerciante distinguida por la Cámara de Comercio del Cauca.

Nada le dijeron de ese homenaje, porque seguramente no lo habría aceptado por ser su nieta, Ana Fernanda Muñoz Otoya, la presidenta ejecutiva de la Cámara de Comercio, así ella, como ocurrió, no fuera quien la postuló, sino directamente la junta directiva de la entidad.

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“Ana Fernanda me dijo: abuela, me van a hacer un homenaje, ¿me acompaña? Claro, la acompaño, le respondí. Llegué a la Cámara y empezaron a tomarme fotos, me sentaron en la primera fila, vi un letrero que decía María Teresa Castrillón de Otoya, pensé que los asientos estaban numerados. Cuando comenzó Ana Fernanda a nombrar a los homenajeados y pronunció mi nombre, sorprendida, dije: ¿Cómo? Me las pagás”, le sentenció.

Foto 1María Teresa Castrillón de Otoya deleitó con su gracia y con las deliciosas tortas, como la de chocolate.

Parecía que a diario fuera a la peluquería, le lucía muchísimo su cabello de nieve y su piel lozana, por eso costaba creer que tuviera 96 años, que a diferencia de muchas mujeres, que prefieren guardar en secreto su edad, María Teresa la pregonaba. Su figura era menuda y vital. Permanecía en su famosa Pastelería Las Abuelas, siempre y cuando no tuviera la visita de sus nietos o bisnietos, a quienes amaba y les permitía que le volvieran la casa al revés. No solo era una delicia saborear esas tentadoras tortas y pasteles, sino conversar con ella, porque su simpatía era desbordante, una verdadera caja de música. Estaba pendiente de las cuentas, anotaba en un cuaderno el producido de las ventas, hacía las facturas, no necesita calculadora.

Luego de algún gracejo, hablaba en serio, se quejaba del desorden de la ciudad, en especial del sector histórico, en donde vivió desde niña; su casa paterna, que ocupaba casi una cuadra y tenía 30 habitaciones, terminaba en los que hoy son los parques Julio Arboleda y José Hilario López, casona que su papá le compró a don Ignacio Muñoz Córdoba.

Era fuerte crítica de la administración local, decía que una ciudad pequeña como Popayán, debería estar mejor organizada, con calles y andenes en excelente estado, con más vías, orden en el espacio público. “No entiendo qué pasa. Deberían poner a gente que le duela Popayán, que quiera trabajar, no robar,” enfatizó. Era franca, tanto, que calificaba como pésima a la actual administración municipal. “Aquí no hay alcalde, ha estado muy cuestionado, por qué no lo cambian, qué les cuesta, es vergonzoso, eso da pena”.

Estuvo casada con Francisco Otoya Arboleda, su primo en segundo grado, con quien tuvo ocho hijos. A su muerte en 1980, María Teresa se convirtió en cabeza de hogar y aún faltaba prole por educar, pero el trabajo siempre le gustó, no fue ningún sacrificio. Empezó vendiendo seguros y quería fundar su propia empresa, pero Francisco no estuvo de acuerdo. Después formó con su cuñada Luz María Simmonds de Castrillón, esposa de su hermano, el historiador Diego Castrillón Arboleda, una oficina de eventos. Posteriormente, estableció la primera floristería que tuvo Popayán, en compañía de Myriam y Sonia Castrillón, la que existió por mucho tiempo y con gran éxito, tanto que comenzaron a proliferar, y la competencia se volvió desleal. “Terminó la floristería”, le dijo un día a Ligia, su competente y eficaz colaboradora por más de 40 años.

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Foto 2 Junto al óleo de HipólitoMaría Teresa Castrillón de Otoya, en la sala de su casa, junto al óleo de su padre, Hipólito Castrillón Mosquera

Sin embargo, como pionera del emprendimiento, luego del cierre de la floristería montó una fábrica de cajas de cartón, negocio en el que le iba muy bien. Alguien le advirtió que no fiara, porque si lo hacía se quebraba. Dicho y hecho, no le pagaron y tampoco conseguía trabajadores.

No desistió de su espíritu empresarial. Como su hermana Martha Castrillón de Arboleda, hacia deliciosas tortas, en especial para festivales, le propuso comercializarlas y abrir una pastelería, la que bautizaron Las Abuelas. No tenían dinero, pero la armaron. Compraron fiado en el barrio Bolívar un congelador de segunda, muy barato, unas mesas de madera, que según ella eran “horribles”, y el negocio pronto comenzó a dar buenos resultados, por lo que fueron arreglando el local y hubo cambio de mobiliario. Al morir Martha, María Teresa quedó sola y no tenía con quién trabajar, pronto comenzaron a surtirle sus sobrinas Margarita y Martha María, lo hicieron durante un buen tiempo. Convenció a Ana Lucía Arboleda, otra de sus sobrinas, también excelente pastelera, quien prepara la mitad de esas delicias y la otra parte la hacía María Teresa, que gerenció su pastelería durante 36 años, con recetas únicas, secretos de familia.

“Yo me le mido a todo”, me comentó hace escaso un mes. Viéndola tan vital, no podía imaginar que al publicar esta entrevista, esa maravillosa matrona, hija de Hipólito Castrillón Mosquera y de Martha Arboleda Llorente, que disfrutó a 21 nietos y a 28 bisnietos, ya no estuviera en el mundo terrenal, sino en otro plano, en donde está brillando como una estrella.

¿Qué siente cuando no está trabajando?, le pregunté. “Siento ganas de trabajar, porque me hace falta, qué me pongo a hacer, qué pereza. Una vez me dijo Pacho: mamá, para qué trabajas tanto, deja de trabajar, si te hace falta plata te la damos. Lo miré y le respondí: ¿me quiere ver en una silla, fregándolos todo el día? Ustedes verán, me pongo a fregar. Además he sido muy independiente económicamente”.

Foto 3 Con LigiaMaría Teresa Castrillón, junto a Ligia, su eficiente colaboradora por más de 40 años.

 El ingreso familiar también lo derivaba de una finca en Puracé, Cauca, en la cordillera central, la cual administraba al tiempo con la floristería, tenía ganado. En la década de los 80 los indígenas le picaron la tierra, como lo hicieron con todas las fincas de la región. “Me la acabaron, y la reforma agraria se dignó pagarme cinco millones de pesos por 70 hectáreas, pagaderos en bonos mensuales de un millón de pesos, que se convirtió en plata de bolsillo. Siempre trabajé, tenía que sacar adelante a mis ocho hijos: Carmelita es fisioterapeuta, María Lucía, abogada; también lo fue María Teresa (aquí hizo una pausa profunda, pues su partida no la pudo superar); María Inés, ingeniera civil; Ana Cecilia, administradora de empresas; Francisco y Juan Pablo, médicos y Gerardo, ingeniero agrícola, todos profesionales, juiciosos y buenos hijos. Y yo le agradezco a Dios, porque estoy en muy buenas condiciones de salud. ”

Quiso tanto a su Popayán del alma, que le dolía mucho la falta de sentido de pertenencia en los mismos gobernantes. Recordaba a su ciudad de antaño, tranquila, acogedora, con su linda arquitectura, lo único que no le gustaba eran las calles empedradas, eran horribles, decía.

Al caer la noche del 5 de julio, se fue otro tronco de las familias más antiguas de Popayán, pero quedaron su recuerdo, su desbordante y contagiosa sonrisa, su joven espíritu emprendedor, su amor por su familia, su amabilidad, su señorío. Nunca se cansó de trabajar, porque amó lo que hacía. Pero, después de 96 años, comenzó su descanso.

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