Buenaventura: un caso de apartheid
Por Edgar Velásquez Rivera
Los colombianos durante el mes de mayo de 2017 observaron un paro cívico en Buenaventura.
No es el primer movimiento social, tampoco será el último al cual recurren los habitantes de esa ciudad para expresar su inconformidad por los múltiples problemas que le aquejan. El apartheid fue un fenómeno que, originado en Namibia y Suráfrica, tuvo connotaciones predominantemente raciales, expresadas en la segregación. En cuanto a Buenaventura estamos frente a un caso de apartheid, más perverso y siniestro que el ocurrido en los países africanos. Se trata de un apartheid además de racial, económico, social, cultural, religioso, sexual y político.
La responsabilidad de este apartheid en Buenaventura recae, en primera instancia, en los gobiernos nacionales, departamentales y municipales (en segundo lugar) independientemente del tiempo y de las esencias ideológicas de los mismos. Ningún gobierno nacional ha tenido una visión geopolítica sobre la importancia de este puerto sobre el pacífico. Desde la monótona y lanuda Bogotá de vestimenta alcanforada se le mira, de manera racista, como un espacio habitado por colombianos de quinta categoría dados al jolgorio, la holgazanería y los goces paganos de raíces africanas; a través del cual ingresan no pocas mercancías que suplen sus fantasías de consumismo periférico y exportan materias primas esquilmadas en economías de enclave.
Desde Cali (un pueblo grande), a Buenaventura se le trata en términos edulcorados como un villorrio anárquico y peligroso. La Gobernación del Valle (en toda su historia) ha sido incapaz de integrar a Buenaventura (tan importante polo de desarrollo) a la vida del departamento y del país. Los impuestos generados por la actividad que implica ser el principal puerto de Colombia, no se expresan en inversión en agua potable, alcantarillado, energía eléctrica, telecomunicaciones y su conexión vial con el resto del país. En ese sentido, Buenaventura continúa, guardadas las proporciones, con deficiencias típicas del siglo XIX.
Los distintos gobiernos de Buenaventura (alcaldes) han carecido, sin excepción, de una visión responsable y estratégica sobre los destinos de dicha localidad. Llegan al cargo para beneficiarse a sí mismos, a sus clientelas, a sus familias y a sus jefes políticos. Una oportunidad que no pueden dejar pasar, parece ser la divisa de quienes llegan a ser alcaldes. El monto y la destinación de los presupuestos, los episodios de corrupción, el desorden administrativo y la visión predatoria de lo público, así lo atestiguan.
En Buenaventura, como en cualquier puerto del mundo, cohabitan los poderes ficticios de la institucionalidad y los poderes reales de las mafias; crece, urbanísticamente de manera desordenada; compiten las distintas confesiones religiosas; es una ciudad de bienes y servicios; los asesinatos por encargo (con distintas modalidades de sevicia como los descuartizamientos) son los métodos predominantes para resolver los líos en algunos sectores sociales; la inoperancia de la administración de justicia es proverbial, la ineficiencia e ineficacia de los organismos policiales da lugar al ejercicio de la justicia por mano propia.
Los principales renglones de la economía de Buenaventura no son de sus habitantes raizales. Pertenecen, por el contrario, a comerciantes “exitosos”, a industriales “emergentes”, a piratas, bucaneros y corsarios cuyo único mérito es su olfato para la especulación comercial que están de paso, cual ave de puerto. La mayoría de la población de Buenaventura es pobre (material y espiritualmente), se registra en ella preocupantes cifras de analfabetismo, morbilidad, mortalidad y, por ende, corta esperanza de vida. Sus oportunidades (legales) son limitadas y, sin que ello sea una justificación, permite comprender la continua diáspora hacia el interior de Colombia y al exterior.
Buenaventura le ha aportado al país y al mundo, aparte de científicos, docentes, deportistas, mano de obra calificada, compatriotas dedicados al mundo de la cultura, funcionarios estatales y trabajadores que, en general, han aportado a la construcción de la nación y a su perfilamiento como país. Otros connacionales (víctimas del apartheid), de ambos sexos, ejercen la prostitución en países, predominantemente de Europa y América Latina, y otros se dedican a actividades ilegales. Múltiples organismos estatales y privados hacen presencia en Buenaventura y pese a conocer estas consecuencias del apartheid, les es peculiar su autismo y su insularidad.
A la iglesia católica, fiel a su inveterada estrategia de procurar quedar bien con todo mundo, le asiste una enorme responsabilidad histórica en la tragedia por la cual atraviesa Buenaventura y que aquí caracterizamos como apartheid. De la mano de la iglesia católica tuvo lugar la trata negrera y los horrendos crímenes en ella cometidos. De esa institución, el sector más recalcitrante, llama a una etérea paz, mientras en los palafitos los niños son devorados por los parásitos y pisoteados por las moscas; llama a la humildad, mientras la juventud es envenenada con narcóticos; llama a la paciencia, mientras miles de hogares pasan hambre. El sector menos corrompido de la iglesia católica es consciente de la problemática y formula tenues y esporádicas expresiones de apoyo a los movimientos de protesta.
Por su parte el espectro político colombiano nada tiene que ofrecerle a Buenaventura, ni la derecha modernizadora, ni la extrema derecha ultramontana. A ambas tendencias que han sido gobierno en Colombia, en el Departamento del Valle y en Buenaventura, solo la masiva y supina estupidez alienante garantiza su dominio político en dicho puerto. Los gobiernos locales, pretendidamente “independientes” o “alternativos” han resultado ser un fraude, una estafa. Las izquierdas colombianas (que aún permanecen en la guerra fría) tampoco tienen una propuesta responsable y seria para Buenaventura. Esas izquierdas atomizadas, histéricas, de cafetería y de camándula, aún no logran conectarse con la realidad concreta del país que pretenden dirigir.
El mundo académico colombiano (especialmente de las ciencias humanas y sociales) aún tiene trazas de prohijar un conocimiento anclado en el culto y no en la crítica, un conocimiento asexuado e “imparcial”. La mayoría de “intelectuales” colombianos permanecen borrachos en su propia vanidad expresada en lo autorreferencial, rumiando modas intelectuales y no logran, salvo contadas y honrosas excepciones, desatar reales procesos de emancipación con los resultados de sus investigaciones y su praxis. Distintas universidades privadas y estatales tienen presencia en Buenaventura y viven, parece ser, en un mundo sideral, en una burbuja. La naturaleza conservadora y confesional, de la mayoría de las universidades colombianas, les impide desatar reales procesos insurreccionales en materia de conocimiento y de compromiso con las víctimas del abuso del poder.
Buenaventura no necesita mesías alguno. Tampoco asistencialismo. Nadie les resolverá sus problemas de manera desinteresada. Los mercaderes de la política, con el apoyo de algunos de sus habitantes, pronto se harán presentes cual aves carroñeras. Se requiere que sus habitantes, por fortuna afros en su mayoría, recurran a la autocrítica, a sus genuinas raíces de lucha, tracen horizontes desde su propia cosmogonía y sean artífices de las soluciones a sus problemas. Produce tristeza ver a miles de bonaerenses históricamente burlados, excluidos y segregados. Mientras tanto Colombia, oficialmente, niega que en su territorio exista apartheid, diásporas y racismo. La esclavitud adquiere nuevas expresiones. Los mercachifles que impulsan la moda del giro decolonial ¿qué dirán sobre el particular?
* Profesor
Universidad del Cauca
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