El proceso de paz
Por Gloria Cepeda Vargas
Es pertinente citar las palabras de Jineth Bedoya, en el foro “Aborto legal en Colombia: presente y futuro”, periodista violada en el 2000 por tres paramilitares y crimen todavía en absoluta impunidad: “La paz no es solamente ese acuerdo entre la FARC y el gobierno; la paz es hablar de temas tan difíciles como esto: qué está pasando con los cuerpos de las mujeres y qué estamos haciendo para cambiar realmente la cara de este país desde nuestras casas; ésa es la verdadera paz, lo otro es lo político, pero el cambio lo generamos cada una y cada uno de nosotros”.
El panorama colombiano es como un tablero de ajedrez donde se mueven fichas inadecuadas. Debido a nuestra cultura inmediatista, todo, hasta lo más abyecto y preocupante, lo analizamos solo desde la superficie. No queremos ver la estrecha relación que existe entre el logro de la paz y el errático comportamiento del ciudadano.
La paz es un estado espiritual donde se arriba después de largos procesos de decantación. De ímprobas tejeduras de equidad social, de derecho colectivo reconocido sin esfuerzo, y sobre todo, de la convicción inteligente de que el fabulario religioso, social y político, no es sino eso: un recurso creado por nuestra vulnerabilidad y desamparo. Como seres de condición inerme, necesitamos asirnos a la esperanza. De ahí la adoración inconsciente a banalidades sublimadas. De ahí lo incongruente de la vida, el inexplicable desfase de una sociedad que deja correr el río y solo intenta conjurar el peligro cuando el agua le llega al cuello.
Los atropellos físicos y sicológicos contra la mujer, podrían integrar un encadenamiento que le diera la vuelta al planeta y sobraría hilo. Historias de perversidad refinada, de erosión de su dignidad, negación de su derecho como ser humano, satanización de sus características fisiológicas. Cosificada y marginada en toda doctrina o ejecutoria de importancia, el protagónico rol que desempeña en la dinámica social, solo se hace visible cuando se trata de exigirle esfuerzos y renunciaciones viscerales. Esto lo sabemos todos y callamos, incluidas muchas de las víctimas. Hoy los medios de comunicación revientan con opiniones encontradas acerca de la adopción o del matrimonio gay y la despenalización del aborto. Lo otro no se toca. ¿Será más preocupante la adopción de un niño por parejas del mismo sexo que la violación de niñas y niños perpetrada en el hogar por el padre, el abuelo o cualquier otro miembro masculino de la familia? ¿Es más traumática la despenalización del aborto que el drama de tantas Natalias Ponces de León, que rumian su tragedia sin ojos para llorar ni boca para hablar? ¿Por qué las voces jupiterinas del procurador o de los jerarcas eclesiásticos no se levantan con la misma fuerza cuando se trata del desmembramiento físico y sicológico de la mujer?
Un país como el nuestro donde es más importante acatar sin cuestionar que sondear o simplemente tantear lo que se ordena, está condenado a caminar en arenas movedizas. Por eso son tan peligrosos los radicalismos políticos y religiosos. Por eso es tan temible confundir la ética con la moral. Por eso se nos hace tan difícil sacudirnos esta polvareda de siglos que nos lleva a mirar la tecnología como si fuera expresión de civilización.
Lo único que ha logrado esta caótica concepción de sociedad “normal”, es hacer de los miembros de la pareja humana, los grandes solitarios en una historia plagada de efemérides pueriles. Nuestra nostalgia no es desfase existencial, es soledad moldeada en paradigmas de soberbia y artificio que solo se quita la máscara en esas canciones de amores imposibles que cruzan todos los aires conocidos y que no pocas veces desembocan en aquelarres de alcohol, droga y barbarie o en suicidios tomados como última vía de escape.
Colombia no logrará convivir en paz mientras se impongan de manera tan lastimosa los ídolos con pies de barro. Siempre me ha llamado la atención esa actitud infantil y camorrera, ignorante y torpe, de muchos de nuestros varones. ¿Cómo se llamará esta patología? ¿Plañido del costillar mutilado? ¿Síndrome de la manzana edénica o inervación torcida de la hoja de parra? ¿Complejo de cromosomas bifurcados o resentimiento tan inexplicable como los agujeros negros? No valdría la pena preguntar a Freud al respecto –otro que bien bailaba con su misoginia fortalecida en devaneos subconscientes-
Lo ilógico de este proceso de paz es, como siempre, la ausencia de la voz femenina en la mesa de negociaciones, como también es incomprensible el parloteo masculino en asuntos ajenos a su comprensión. Osado y peligroso manejar de manera omnímoda lo que es totalmente desconocido. Escomo si pusieran a un ama de casa a manejar un ovni. Dando tumbos vamos con tanta sabiduría improvisada. Dice Janeth Bedoya: “No pueden decirnos a la mujeres qué hacer con nuestros cuerpos”. Es como si nos atreviéramos a pedir cuentas a nuestros varones del uso y abuso que hacen de los suyos, digo yo.
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