Los vientos que cantaron…
Por Gloria Cepeda Vargas (*)
Hoja sola en que vibran los vientos que corrieron/ por los bellos países donde el verde es de todos los colores/ los vientos que cantaron por los países de Colombia, murmura Aurelio Arturo, el hombre que silabea con las hojas del sur: Este verde poema, hoja por hoja…” o con el viento de los mil decires: He escrito un viento/ un soplo vivo/ del viento, entre fragancias, entre hierbas…
El 24 de noviembre del 2014, cumplirá cuarenta años de silencio. Había nacido el 22 de febrero de 1906 en La Unión, Nariño y fallecido en Bogotá el 24 de noviembre de 1974 a los 76 años de edad. Hojas con finas voces, potros desbocados y noches mestizas que subían de la hierba, circundaron su infancia. El verde de todos los colores que pinta de inalcanzables lejanías el cielo tutelar y rasga las metáforas de su Morada al Sur, acoge ahora, transparente como sus evocados ríos, a este hombre tímido y callado, quien según palabras de William Ospina, “fue el más anónimo, el menos editado y el más importante de los poetas de Colombia.
La metáfora es ingrediente indispensable en la configuración del poema, él lo sabía y el hecho de no abundar en su utilización, hace de las suyas joyas escogidas, donde la palabra viaja a la altura del sentimiento y de la idea. Desde esa vaca fantasmagórica revolcada en la noche de luna hasta el ala verde, tímida que levanta toda la llanura, todo es percepción fuera de borda. En el lago de seda de su poesía, emerge de repente el ayuntamiento de lo palpable y lo inasible, la clarividencia de la palabra y la osadía del pensamiento para alcanzar uno de los logros poéticos más hechizantes y originales de Colombia.
Arturo es un poeta insular. Ubicado por algunos en el grupo de Piedra y Cielo, ni el sabor ni el olor de su estilo y lenguaje corresponden a ese movimiento ni a ninguno de los que en determinado momento hicieron historia en el país. Lo suyo es otra cosa: un leve parpadeo de secretos y rondas, donde las lluvias inmemoriales de voz quejumbrosa, no cesan de caer o los días y las noches suben hasta tocar el cielo para luego precipitarse en un vaivén onírico o en una duermevela que se extiende como manto de lilas.
El Departamento de Nariño y sobre todo su pueblo natal, le deben la conquista de un territorio propio en la lírica nacional aguas oscuras que casi no se escuchan, cielos abandonados a las nubes y al vuelo (Tierra de nadie), trascienden lo idílico para internarse en el misterio.
La poesía escrita en Colombia a finales del siglo XIX y principios del XX, dormía de espaldas a su tiempo. El mundo industrializado de post guerra, establecía nuevas directrices. Un modernismo decadente con León de Greiff y Luis Carlos López como primeros avizores de los cambios que se aproximaban, abrían paso a las voces que nos harían corresponsables con las circunstancias del momento: entre otros, Luis Vidales y Aurelio Arturo, nacidos en Calarcá (1904) y en La Unión (1906) respectivamente. Pero mientras el primero trepidaba entre máquinas y obreros insurgentes, el segundo hablaba con la eternidad. De ahí viene su voz plural y su taumaturgia prodigiosa. Fue un poeta y nada más. Alquimista de realidades y delirios, escribió para el alma. El clima evanescente que lo envuelve, conserva sin esfuerzo el equilibrio. Todo es música ahí.
El más melodioso de nuestros poetas, conoce los secretos de la naturaleza y los utiliza para la confección de textos sin fisura. Su palabra desata un nudo brujo que al transmitir rostros y accesos olvidados, nos señala como memoriosos habitantes de otros cielos. Ya lo dijo Javier Ciordia en Entre el delirio y el orden: Poetizar no es nombrar sino sugerir, evocar, hacer que se diluya el mensaje y que se le intuya y adivine poco a poco.
No existe entre nosotros un susurro más poderoso que el suyo: ¿Dónde canta este país de las hojas/ y este arrullo de la noche honda? (Arrullo) El lenguaje surge decantado y embellecido por la metáfora apenas insinuada.
Poesía cifrada para el análisis superficial, donde La noche golpeaba con leves nudillos en la puerta de roble (Canción del ayer), la de este hombre tímido y distante. Un ojo líquido que habita una centella o la noche que arde vorazmente en una llama tácita, destellan como soles. Sin terminología rebuscada, se dobla hacia adentro para forjar poemas de aristocracia verbal única.
Una de las más turbadoras expediciones hacia lo inescrutable, se resume en los cuatro versos de la segunda estrofa, Poema V de Morada al Sur: Noche, sombra hasta el fin, entre las secas/ ramas, entre follajes, nidos rotos –entre años-/ rebrillaban las lunas de cáscara de huevo/ las grandes lunas llenas de silencio y de espanto.
Morada al Sur, su libro emblemático con solo trece poemas, germina en suelo fértil. La melancolía, la nostalgia o cualquier otro sentimiento propio de las diásporas y destierros humanos, lo preparó para temblar sin derramarse.
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