Un falso dilema
Pensamiento crítico II
Por Edgar Velásquez Rivera (*)
En virtud de las dinámicas de las fuerzas productivas, de las relaciones sociales de producción y de las geopolíticas del conocimiento derivadas de las revoluciones científicas y tecnológicas en el mundo occidental desde finales del siglo XX, distintos actores en diversos escenarios exigen a las universidades, en general, nuevos roles y compromisos, dado que dichas instituciones son las principales generadores de conocimiento y, por ende, las responsables, por antonomasia, de dar respuestas a los principales desafíos que enfrentan los mundos cada vez más complejos. La mayor parte de los diagnósticos sobre la educación superior en América Latina, coinciden en que el conocimiento es un elemento de primer orden en la solución de los problemas más acuciantes de los pueblos moradores al sur del río Bravo.
Uno de esos diagnósticos, bastante extendido por lo demás, señala que las universidades deben privilegiar la formación técnica, tecnológica, así como en ingenierías y en ciencias básicas, antes que el social y humanístico. Quienes así piensan, complementan sus nociones con el argumento de que se requiere formar a la gente para el “trabajo productivo” (técnicos, tecnólogos, ingenieros y “científicos”) y menos para la “especulación” (ciencias humanas y sociales). De manera velada le atribuyen a este último campo del conocimiento ser de poca o nula utilidad. Incluso desde algunas perspectivas autoritarias es claro el señalamiento hacia estas disciplinas y a quienes las profesan, de incidir en el ahondamiento de los conflictos sociales, especialmente desde un pensamiento crítico.
Argumentar un solo tipo de formación es, desde nuestro punto de vista, un falso dilema. Las naciones latinoamericanas, unas más que otras, requieren con urgencia armonizar ambas formaciones. La primera (la formación técnica, tecnológica, en ingenierías y en ciencias básicas), contribuye a la superación de la dependencia estructural frente a otros países en lo atinente a esos campos del conocimiento. Repercute de manera directa en el desencadenamiento de nuevas formas de entender los problemas de la ciencia y la tecnología, mejora las condiciones de vida de considerables segmentos de la población tradicionalmente marginados de los beneficios del conocimiento construido en las universidades, reduce costos y puede incidir de manera favorable en la calidad de vida.
Por su parte el conocimiento social y humanístico, le posibilita al ser humano, lograr una visión holística del mundo y de la vida. Parte de las tragedias por las que atraviesa la humanidad (el racismo, conflictos de origen religioso, anatematizaciones por las preferencias sexuales de las personas); hunden sus raíces en estrechas formaciones académicas, en las que priman los dogmas, el pensamiento cultista o complativo, la fe y el oscurantismo. Eso en el orden de los valores, pero desde una dimensión política, la perspectiva de un conocimiento social y humanístico crítico incide de manera favorable en la configuración de mentalidades colectivas tolerantes, civilistas y proclives a alternativas ligadas a la modernidad.
Requieren la universidades, pues, enfocar todas sus energías, primero en superar el falso dilema expuesto y, segundo, en profundizar y extender las estrategias conducentes a la formación integral del individuo. Ninguna universidad garantiza, per se, la formación integral y universal de sus miembros, puede incidir, facilitar y potenciar los procesos. Depende en última instancia de las personas que, con arreglo a fines, deciden formarse de ese modo, lo cual, en ocasiones, coincide con docentes capaces de despertar en los estudiantes el entusiasmo, la creatividad y la pasión por el conocimiento y la formación integral. En este contexto son de capital importancia los docentes que forman a partir de problemas y no de respuestas, de las dudas y no de certezas, de la crítica y no del cultismo.
Sin que sean los únicos, sobresalen en la Universidad del Cauca dos personas por su formación holística. Esta institución formó, en el siglo XIX, al más universal de los colombianos (Carlos Albán) y, en el siglo XX, a uno de los más conspicuos exponentes del pensamiento social en América Latina (Antonio García). Lo anterior es prueba ineluctable de que la grandeza intelectual en nuestro medio es posible, aún en medio de las más agudas adversidades, el primero en medio de las guerras locales, regionales y nacionales y el segundo, en el contexto de la hegemonía de un pensamiento confesional, oscurantista y excluyente. Llama la atención las comunes características de quienes fueron los docentes de Albán (siglo XIX) y de García (siglo XX): docentes que, pese a las relativas dificultades comunicativas de cada época, hicieron gala de un genuino pensamiento crítico universitario, valor no siempre común en América Latina y Colombia.
(*) Vicerrector Académico
Universidad del Cauca
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