Si llevamos al país al límite de su resistencia no vendrá la justicia social sino el fascismo
Por Gabriel Bustamante Peña
En medio de la difícil situación que atraviesa Colombia, por cuenta de un estallido social sin precedentes en el país, es bueno recordarles a aquellos que promueven la idea que “en cuanto peor, mejor” -haciendo alusión que para acelerar la revolución, hay que profundizar las condiciones estructurales del conflicto- lo que en su momento Walter Benjamín advertía de forma profética cuando sentenció que: “en cuanto peor, peor”, porque si llevamos al límite las condiciones de necesidad de una sociedad, no vendrán la revolución ni la justicia social, sino las posiciones radicales que reinterpretan y empoderan al fascismo. Al final, Walter Benjamín tuvo trágicamente la razón, porque lo que llegó a Europa no fue el socialismo, sino los nazis, lo cual desencadenó la causa de su propia persecución y muerte.
Para Benjamín, la revolución no era el tren descarrilado que marcha a toda velocidad para cambiar el mundo, sino todo lo contrario, la revolución es el freno de emergencia de ese tren de la historia. Un alto en el camino para repensarnos, reconstruirnos y evitar así, ir a toda velocidad, sin la capacidad suficiente para cambiar el rumbo, e inevitablemente estrellarnos de frente con nuestras propias contradicciones.
De ahí que las revoluciones lo primero que interrumpen es el tiempo mecánico y lineal, signado actualmente por el despertador y los horarios rutinarios del trabajo y nos introducen en un tiempo peligroso y desquiciado porque, al final todo paro, es un paro en nuestra concepción del tiempo, una interrupción para que pensemos los argumentos con los que pretendemos reescribir la historia, desenmascarar lo que se nos ha presentado como único destino y frenar los abusos desbordados de quienes usufructúan el sistema económico y social imperante; y no una lista de mercado para negociar con el poder de turno unas prebendas y llamarlas pliego de peticiones.
Por eso esta revolución, o estallido social que vive el país debe ser vista, como nos indicó Benjamín, como un freno de emergencia, porque nuestra sociedad se está precipitando descarrilada por los rieles de la corrupción, la desigualdad social, la violencia y el daño inmisericorde a la naturaleza. Un proceso catastrófico que llevó a la miseria y a la pobreza a millones de habitantes del país y devastó e hizo inviables a inmensas franjas de territorio rural y urbano periférico de muchas zonas y ciudades de Colombia.
No es hora tampoco para esos diagnósticos pesimistas, que pululan en entrevistas y comentarios de pasillo o redes sociales y que invitan a la desilusión, a la desesperanza y a la torpeza; por el contrario, es hora de grandes propuestas, de arriesgadas apuestas, de ideas que abran vías de solución y no catastróficas teorías sin salida, que solo sirven para autosatisfacer los egos onanísticos de una intelectualidad tan inútil como dañina.
El sentido original de la palabra, de origen griego, “crisis”, viene de la medicina y hace alusión al momento crucial en que un cuerpo mejora o muere. Y es en ese momento en que hay que tomar las decisiones acertadas para salvar la vida. Por eso los chinos escriben la palabra crisis, con dos ideogramas, donde uno significa peligro y el otro oportunidad.
Nuestra crisis nacional ha tocado fondo, al punto que el miedo, la rabia, la angustia y la incertidumbre agobian como nunca el sentir de los colombianos, pero especialmente de una juventud incomprendida, desesperada y resuelta a todo por encontrarle sentido a un mundo que se les antoja vacío, por eso es necesario recordar lo que lúcidamente expresó el poeta alemán Friedrich Höderlin: “Allí, donde crece el peligro, crece también la salvación”.
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