23 de abril día del libro
Por Gabriel Bustamante Peña
Cuando era pequeño leí en un libro donde el antropólogo checo, Alex Hrdlicka, afirmaba que el hombre llegó a los territorios que hoy llamamos América, por Siberia y Alaska, atravesando el estrecho de Bering, hace unos 12.000 años.
A partir del proceso de paz con las FARC, una de las noticias que más me impactó fue la aparición de pinturas rupestres encontradas en varias rocas del parque nacional Chibiriquete, en la Amazonía de Colombia, que datan de 20.000 años atrás, o más. Este simple hecho, el de una roca elevada a la condición de libro prehistórico (a pesar de la misma contradicción del término), hace que miles de años después sepamos que, no solo la teoría del estrecho de Bering no es verdadera, sino que en estas tierras y antes que cualquier civilización europea, habitaron y se desarrollaron verdaderas culturas, avanzadas organizaciones humanas que han sido y son invisibles y excluidas por quienes han escrito la historia de la humanidad.
De ahí que, no es menor la discusión de la importancia trascendental que ha tenido y que tienen los libros, en la construcción social e histórica del ser humano y de la sociedad. Libros considerados en su más amplia concepción, incluidos desde los rústicos textos de Chibiriteque, plasmados en piedra; al igual que en piedra, muchos años después, escribieron los egipcios en granitos internos de sus pirámides, sus mensajes a la Diosa Maat; o la versión de bolsillo, con la cual Moisés plasmó en una roca las leyes de Dios; pasando por los libros hechos con pieles y tintas vegetales, hechos a mano por los escribas, esclavos ilustrados al servicio del intelecto griego; hasta llegar a los libros tipografiados que inventaron los chinos, y que se masificaron gracias a la reinvención de la imprenta por Gutenbert en Europa, hasta llegar a los libros digitales e incorporando, incluso, hasta esos mini libros de la era del Big Data llamados tweets.
Leer y escribir, manifestaciones esencialmente humanas, que han hecho, han construido nuestras culturas y civilizaciones, que han plasmado lo que somos. Que guardan la memoria del pasado, que dan cuenta de lo ocurrido en el presente y, lo más maravilloso, se permiten el milagro al que solo puede acceder el animal humano: plasmar, imaginar y recordar su futuro.
Por eso, en lo que escribieron nuestros antepasados en esas rocas de Chibiriquete, hace 20.000 años, perfectamente pueden estar plasmando lo que está ocurriendo hoy con nosotros, en este momento de peligro mortal viral; muy posiblemente ese duro y enmohecido libro ancestral esté lleno de advertencias sobre lo que nos depara el mañana sobre nuestro inmediato futuro. De ahí el peligro de no saber leernos a nosotros mismos y a nuestras raíces, de ahí la ignorancia con la que hemos escrito nuestra trágica historia por no saber, o no querer leer el mensaje de quienes habitaron, antes que inventáramos el dinero, la madre tierra.
Por eso, me permito hoy celebrar el día del libro y, sin ánimo provincial de desairar el fallecimiento de Cervantes, Shakespeare o Garcilaso de la Vega, plumas ilustres de las letras universales, sí prefiero brindar, no por la muerte, sino por la vida, por el nacimiento un 23 de abril de 1923, de Manuel Mejía Vallejo, escritor colombiano que sí tuvo la virtud de escuchar nuestro pasado más profundo y plasmarlo en su primera obra literaria, que llamó: “La tierra éramos nosotros”.
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