La fuerza del carguero
Por Ricardo Motatto Constaín
¿Cómo poder identificar de dónde proviene la fuerza con la que ocho personas bajo una túnica de hilo fino puedan soportar pesos que oscilan entre los 380 y 600 kilos, en un recorrido irregular de 2,2 kilómetros por las calles de Popayán, veintidós cuadras, cada una de 100 metros, en alpargatas y con la frente en alto?
Y créanme, el planteamiento del problema no proyecta una respuesta fácil, lo sé de primera mano, pues he sido carguero un par de veces, francamente uno bastante mediocre, y, he visto cómo jóvenes con diez o quince kilogramos menos que yo, soportan erguidos el constante envión y peso de las imágenes, flores, madera sólida, fragmentos religiosos decorados con oro y plata y otras cosas más que constituyen un paso, inmutables hasta el final.
Evidentemente, en múltiples casos no corresponde a su fuerza física, pues su rango de masa corporal matemáticamente no nos otorga una respuesta lógica que permita dilucidar qué los mantiene tan comprometidos, tan irrefutables, con la espalda recta como si se tratase de un casaca roja sentado recto sobre su corcel.
Descubrí con los años, que la respuesta se puede atribuir a tres razones principales. La primera de ellas, tiene una justificación claramente religiosa, pues las Procesiones de Semana Santa en Popayán, evocan la pasión de Jesucristo, sus múltiples esfuerzos por cargar la Cruz en la que al final del camino, terminaría ejecutado por parte de las tropas romanas. Las personas creyentes, fervientes seguidores de Jesús, emulan en esta tradición sus pasos, su sacrificio, su redención, procurando purgar las culpas propias o ajenas, buscando al final del acto, salir de nuevo incólumes, purificados, demostrando con ello que su fuerza proviene de un estímulo netamente espiritual, sagrado, la bien llamada Fe que mueve montañas, que nos personifica más sólidos, más resistentes y los conlleva de manera mutua a llegar hasta el final, envión tras envión, hasta entrar de nuevo a las puertas del cielo, en este caso representado por la iglesia en donde reposarán tranquilamente los pasos.
Por supuesto que no hablo de milagros inesperados, de fuerzas sobrehumanas que rebozan nuestro conocimiento, sino por el contrario, me refiero a una fe que nos ilumina para trabajar, para esforzarnos hasta el límite de la capacidad humana, como cuando nos esmeramos sin recelo por nuestros seres queridos, así como el hijo de Dios hiciera con nosotros.
Ahora bien, existe otra razón que creo yo, pude identificar expresado en el orgullo que produce la casta familiar, la tradición algo sectaria de nuestra región y que direcciona siempre nuestro andar. Y, ¿eso es malo? Por supuesto que no, y argumento mi respuesta con estas líneas: Las Procesiones de Semana Santa en Popayán vienen efectuándose con la exactitud de un reloj suizo desde el siglo XVI, muchas veces siendo ejecutadas por las mismas familias o personas de generación en generación hasta la actualidad y, evidentemente, a esta pauta histórica se han venido incorporando personas que no hacen parte de las familias tradicionales, pero que hacen parte de la gesta, y hombro con hombro, comparten carguío con este grupo que tiene ya su propio sentido de pertenencia, que sienten los principios que rodean este acto religioso, y que los sienten como suyo, como algo que se aprecia intangiblemente y por lo tanto es menester ampararlo, protegerlo, respetarlo y representarlo de la mejor manera, con un grado de compromiso tal que genera orgullo y, a veces, vanidad.
Este orgullo, paralelo al motivo religioso y espiritual, permite que la necesidad de enaltecer ese nombre, ese apellido, esa familia inmaterial que se lleva detrás de cada hombro, levante con orgullo y sin chistar, un “beso de Judas”, unas “insignias” o un “Santo Sepulcro”. Este argumento, incluso tiene su fuente histórica, pues los romanos, en efecto, al estar convencidos de ser descendientes de Eneas, les permitió conquistar el mundo y edificarlo de nuevo, ya que, de no pensar que su patria fuera estructurada con el concurso de los dioses, quizá su destino no era el de expandirse por la península itálica y más allá.
Ahora bien, por qué no pensar que la misma fuerza que tuvieron Napoleón, Julio César, Alejandro el Grande, guardadas las proporciones, de cargar con orgullo una tradición que representa el pedestal de la familia, de los apellidos, de la sangre nueva y vieja, facilite sobrellevar por medio de los barrotes tan agigantada responsabilidad.
Finalmente, la tercera razón sería un cúmulo de las dos primeras que, naturalmente, conllevarían a que 400 kilogramos se traduzcan en 200, 100, o cuarenta con facilidad, pues la voluntad y la fuerza humana, siempre que tenga un propósito ulterior y trascendental nos faculta para hacer lo que nos propongamos. De ahí converge, pues, la fuerza del carguero que año tras año purga sus penas o se hincha de orgullo, pero que como los viejos romanos, ello les permite ir incluso más allá.
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