La ciudad de las muchedumbres

Por en diciembre 15, 2019

Por Julián Adolfo Zuluaga Valencia
Arquitecto docente

Entrado el segundo decenio del siglo XXI, las ciudades parecen el hogar preferido por las muchedumbres, seres humanos que deambulan por sus calles, en grupos aforados de cientos o de miles por las aceras limitadas, en busca de refugio bajo la lluvia o protección ante la embestida de los automotores, van a sus lugares de trabajo, a los recintos de atención y servicio o simplemente deambulan en procura de satisfacer sus intereses.

En el espacio público urbano la muchedumbre se regocija y encuentra en la cotidiana indiferencia y en el recelo los límites del individuo, que en vez de sentirse ahogado o confundido parece encontrarse cómodo en ese texto luminiscente de la ciudad, donde encuentra su sentido. Pero es en las ciudades con algún rasgo de simbolismo arquitectónico, histórico o cultural en donde las muchedumbres vienen tranquilas a nutrirse de su energía como una gran ola multitudinaria; los individuos se deslizan y dejan de ser ellos mismos, recogiendo el aliento de la totalidad para lograr al final en la permanencia una noción colectiva que supera los años y su propio tiempo, son los rostros de miles de individuos que se ven pasar de un lugar a otro, en el uso y en el abuso del espacio común, donde los seres humanos parecen lentamente trascender sus límites e ir más allá de su propio entendimiento.

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De allí que las protestas sociales en París, Bogotá, Lima o Popayán parecen tener siempre asegurado su éxito, pues las jornadas de protesta multitudinaria que hemos visto recientemente, reviven en las piedras que las fundaron, las hacen su plataforma y su logos. Así lo vimos en la primavera árabe, las multitudes permanecieron semanas en las plazas públicas, en los centros simbólicos de las principales capitales del oriente: en Trípoli, en El Cairo o en Damasco, se alimentaron de los hilos innombrables de su propia historia, las muchedumbres acamparon al pie de sus monumentos conmemorativos y desafiaron el establecimiento patriarcal, precisamente en la plazas mayores, en los antiguos jardines de la cultura islámica en procura de superar el estatismo medieval y la opresión imperante.

En nuestras ciudades alto andinas colombianas como Popayán, antigua capital del Estado Soberano del Cauca, heredera del pasado colonial español, construida en trazado de ajedrez o damero, en oposición al medio natural circundante y a las hordas de aborígenes sobre las que arremetieron sin descanso, representan en su forma y contenido, no solo un pasado arcaico virreinal de los siglos XVI, XVII y XVIII, sino también dos siglos de espíritu independentista y republicano que se engendró en sus calles y fue creciendo en los patios internos de las viejas casonas, por grupos sociales de élite, con expresiones culturales fuertemente jerarquizadas y de raigambre racial castiza, de ello son huella sus momentos arquitectónicos: el puente del Humilladero, sus insignes edificios, torres y cúpulas, al pie de las cuales, hoy en día, marchan las muchedumbres en busca de su reconocimiento y significación.

De allí entonces que el “rasqueteo” periódico de las paredes de la ciudad blanca, es como borrar el pizarrón para que el estudiantado nuevamente salga en la siguiente protesta y con más fuerza, a intentar dilucidar su propio pensamiento en las trazas o pintas que vienen a ser borradas por el tiempo y por la falta de sentido (1).

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Ideogramas como “aquí tienen su p… casa pintada”, o “paredes blancas conciencias negras”, o dios bendiga este negocio (sobre los muros de una iglesia), intentan denotar en los otros, en apariencia indiferentes y estériles, el espíritu de lucha revolucionario -que vale decir, solo es real hasta los 22 años y desaparece luego del primer hijo de la revolución o del primer extravió amoroso, como la juventud decrece con el tiempo y con la rutina de los días- que se alimenta de los monumentos históricos y conmemorativos con imágenes sugestivas de hogueras y cocinas en medio de las calles, frente a las fachadas diáfanas de la Catedral o de la Iglesia de Santo Domingo, son alimento insospechado de esas luchas colectivas.

Al margen de esta situación sugestiva y provocadora de las marchas sociales en las ciudades de pasado histórico y cultural, es importante anotar que el espacio público urbano cada día se siente más denso y ocupado en la vida cotidiana, de todos los días, el tránsito se hace imposible y los peatones deben luchar por el espacio frente a los automotores, arriesgando constantemente sus vidas en el sin sentido de paso o pasa, sumado a que, sembrados en el espacio público, los comerciantes de comida y artilugios hacen descender al transeúnte a la calzada para entrar en el sin sentido de qué tipo de objeto soy, para desplazarme entre máquinas con una tonelada de peso.

Y retornan las muchedumbres para trasladarse reconcentradas en sus asuntos, con ese toque de indiferencia: sin oír, ni atisbar al vecino, pero sintiendo el sol fuerte del medio día se desplazan a las aceras con sombra o se cubren bajo los aleros de la lluvia decembrina… sí, siguen siendo humanos, escapados de sí mismos y en busca de la otredad sobre el espacio de todos, aturdidos, a veces en turba la gente camina las calles del centro de la ciudad, se moviliza sin saber algo más de su ser, sin preguntarse siquiera por ello, en consonancia con sus propios deseos, que son los imaginarios insertados por la publicidad de la mass media que deja en sus mentes un impulso para nadar en ese mundo viscoso de las multitudes.

Dejando de ser ellos y saltando a punta de deseo a soñar con ser dioses que trascienden más allá del tiempo, una ciudad que piedra sobre piedra dejó una impronta desconocida para propios y extraños, transeúntes todos van deambulando, haciendo espacio fuera de sí, en espera del próximo encuentro – multitudinario- que dé sentido a sus vidas o dé la esperanza a los individuos ausentes, pues el nihilismo también hace parte del mundo contemporáneo, la sinrazón que nace y escapa a todo lo complejo y lo abstracto, cada día vuelve a su nicho.

La calle, la plaza, el espacio público son los lugares de esa teatralidad de lo extraño y lo difuso, esa marea compuesta de arena y viento que recorre el mundo hasta llegar al confinado perímetro de la ciudad histórica, localizable y medible, la de Popayán con sus calles innombrables, como la calle del Cacho, del Callejón o de la Carnicería, escritas por personajes anónimos que labraron con surcos de “va y viene” su propia cotidianidad, la de ciudad cuartel de ejércitos conquistadores y de los desfiles interminables de patriotas en la independencia, de la retórica y elocuencia bajo los árboles, componen ese escenario de lo público y lo histórico, mezcla variopinta que ayuda a forjar su carácter de ciudad muy noble y muy leal, que recibe también sin reparos los reclamos y los gritos de la muchedumbre que se anida en sus calles en busca de sentido y respuesta.

(1) No obstante la destrucción del patrimonio público o privado se denomina VANDALISMO con todas sus letras y no se justifica bajo ninguna pretensión, ni desde las luchas de las clases emergentes, ni desde las fuerzas de autoridad, por ello, la violencia y la agresión siguen siendo elementos residuales de la expresión colectiva, pero no menos importantes y condenables.

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