La teoría del todo
Por: Juan Francisco Muñoz.
Colombia es un país de paradojas. Resalto una de tantas. Los medios de comunicación han transmitido hasta el desgaste los intrincados novelones jurídicos, cuales laberintos kafkianos, que han resultado ser algunos pleitos por inhabilidades para políticos y revocatorias de mandatos, mientras que millones de espectadores han omitido la responsabilidad de los mismos medios en temas más serios. Por ejemplo, el cubrimiento de los asesinatos a líderes sociales, o los efectos reales de las reformas al sistema de salud.
Las historias sobre el poder de la política crean adictos a la teoría del todo. Según esta teoría, existe un establecimiento, un grupo de poder, que lo controla todo. Curiosamente, sus representantes o sus dolientes no son personas con quienes podamos hablar y deliberar. Son figuras detrás del telón, que no solo controlan el dinero, o las transacciones y los bienes, sino también a las instituciones, o incluso a la mentalidad popular. La teoría del todo es lo que Karl Popper llamó seudociencia; puede generalizar y hacer conexiones, pero nunca tiene la responsabilidad de explicarse y comprobarse a sí misma.
Tal vez un país como el nuestro sea la prueba sociológica, si se quiere, dada cuando se adolece por no poseer de esa teoría que explique una historia nacional. Y el delirio de creer sin pruebas y sin buenas razones, la consecuencia psicológica inevitable. De los votantes, la mitad de Colombia que creyó en el Sí al Plebiscito quiere conocer esa historia que explique por qué seres humanos iguales a cada uno de nosotros optaron por convertirse en criminales de lesa humanidad; la otra mitad votante, que optó por el No, necesita esa historia que corrobore la tesis central de “no son como nosotros, son diferentes”, tal vez acongojados y todavía sorprendidos de las complejidades de una naturaleza humana, tan capaz en habilidades simultáneas de altruismo y destrucción.
La teoría del todo es tan fuerte en Colombia, que los candidatos presidenciales la defienden, cada uno a su manera. La Coalición Colombia nos dice, “todo es culpa de la corrupción”, una teoría a la que admito adherencia personal. Es de resaltar que el candidato Sergio Fajardo ha optado por una forma de hacer política que no habíamos visto, y es la de hablar de sus propuestas sin entrar en los maniqueísmos habituales, esos que satanizan a los contrincantes.
La coalición de la “derecha” y la de Cambio Radical encarnan el No al plebiscito con el “todo es culpa de las guerrillas”. Pero, quisiera centrarme en el mensaje del candidato Gustavo Petro, quien está emergiendo como un importante fenómeno político.
Si el uribismo encarnó la teoría de “las Farc son el problema de todo”, Petro parece estar llenando esa necesidad psicológica de muchos por entender su identidad como colombianos, al creer una simple teoría de “la culpa es del establecimiento”. Sus entrevistas parecen una clase de sociología teórica sobre el complot de algunos terratenientes y banqueros, dado en destruir una utopía nacional, donde la racionalidad de los conflictos de intereses, los yerros legales y los errores humanos no existirían. Pero, claramente, Petro no es el creador de esta teoría. Las ideologías son como aromas que llenan el aire que respiramos durante muchos años. Colombia también es un conjunto de teorías e ideas que llevan siglos sin poder explicarse claramente, pero no solo por la presión de grupos de poder político, económico y social, que claramente existen e inciden. De hecho, por muchos otros factores, como las fallas de los sistemas locales para distribuir recursos escasos; los efectos inesperados de medidas legales bien intencionadas, pero poco funcionales; o las dinámicas macroeconómicas que definen las realidades productivas y comerciales, y que nos cobran caro las ideas y las prácticas menos sensatas para dirigir la explotación agrícola y minera, la industria y la exportación. En síntesis, como diría Jon Elster, menos teorías centralistas y más teoría de juegos.
Pero la teoría del todo, venga de donde venga, no funciona. El uribismo que escupe y grita contra la candidatura de Timochenko, solo ha terminado por representar la violencia y la intolerancia que tanto afirmó condenar en las Farc. El pragmatismo sin principios y sin valores políticos de Germán Vargas Lleras dejó de ser visto como la astucia propia de un estadista, para ser percibido claramente como una obsesión fatua por el poder. Y las acusaciones sin contexto de Gustavo Petro a lo que él afirma es el establecimiento, terminan en sospechas sobre sus acciones como el alcalde que tampoco quiso quitarles las licitaciones a agentes privados en Transmilenio, por no mencionar otros ejemplos. La Coalición Colombia no estaría tampoco exenta de estas contradicciones, al decirnos que atacará de frente la corrupción, pero compartiendo las huestes del Partido Verde con uno que otro político con un pasado bastante cuestionable.
No obstante, son los más fervientes creyentes de la teoría del todo quienes hacen política sobredimensionando el poder de funcionarios públicos y exagerando los cálculos a priori de los intereses privados. Pero ante tanta acusación fervorosa contra unos y otros, vale la pena recordar que las democracias, para quienes ya lo olvidaron, consisten en reconocer lo que es valioso en el adversario, por más desprecio que nos generen sus ideas. Esa tolerancia al mal gusto de las ideas de los demás, como diría John Stuart Mill. Y es que quienes polarizan a los votantes y desacreditan injustamente a sus contrincantes, nunca, pero nunca, serán demócratas.
You must be logged in to post a comment Login