Carismático
Por: Juan Francisco Muñoz Olano
Las decisiones humanas son en gran parte inconscientes. Es cierto que al pensar en dinero, eligiendo un trabajo mejor pago, o una inversión más redituable, hacemos gala de nuestra, en apariencia, inagotable racionalidad.
No obstante, el mundo en el que vivimos no se explica solo por el dinero que ganamos y gastamos. Las decisiones que tomamos, como el voto democrático, o el apoyo a ciertas ideologías o movimientos políticos, no gozan de tal precisión racional. Votamos no a favor de un plan de gobierno, sino en contra de lo que representan moralmente para nosotros los contendientes electorales; sucede también, que nunca comprobamos que los políticos que apoyamos con nuestro voto, finalmente cumplan con sus promesas de campaña, siendo que terminamos, con frecuencia, por dedicarnos al esfuerzo, también inconsciente, de racionalizar nuestra decisión.
Frente a la tarea imposible de dar apoyo racional a los en otrora líderes tribales, los humanos evolucionamos desde hace cientos de miles de años como una especie que se fija, más que ninguna otra, en el rostro y en los ademanes. Es tanto así, que nuestra corteza cerebral tiene áreas especialmente dedicadas al reconocimiento de lo que ciertas muecas y movimientos pueden significar emocionalmente. Si son pruebas de potenciales amenazas, engaños, alianzas, acuerdos o aversiones, solo atendiendo a lo que el psicólogo Paul Ekman supo llamar micro-expresiones.
La expresión antigua khárisma se refiere a esta particular percepción social. El carisma, una cualidad considerada por muchos como indefinible, agrupa esta serie de micro-expresiones faciales y gestos no verbales que los estudiosos históricos de los rasgos de la personalidad, como Gordon Allport y Raymond Catell, encontraron muy relacionadas con los caracteres extrovertidos, asertivos, empáticos, agradables, alegres, oportunos, confiables, pragmáticos, e incluso, perspicaces, pero también potencialmente dogmáticos.
En el pasado 2017, los inesperados resultados electorales tomaron al mundo como una tormenta de premoniciones alarmantes. Un Donald Trump carente de pudor político, fue visto por su electorado como un hombre firme, incluso empático con las quejas y los reclamos al establecimiento financiero de Estados Unidos. Un culto a su propia personalidad resultó exitoso para obtener un apoyo decisivo, superando la imagen más cautelosa, moderada y políticamente correcta de Hillary Clinton. Donde algunos veían desdén en los gestos del ahora presidente republicano, muchos otros veían fortaleza.
Como un fenómeno no muy diferente desde el punto de vista psicológico, el difunto presidente de Venezuela, Hugo Chávez, ganaba aplausos como dádivas a su proyecto inconcluso del socialismo del siglo veintiuno, haciendo un uso calculado de sus habilidades como orador de masas. En Colombia, esta habilidad para conectarse con un público, empleando exclusivamente las emociones más carismáticas, la hemos visto más recientemente en el ex presidente Álvaro Uribe. Para muchos colombianos, no importan los fracasos políticos e institucionales de los ocho años de uribismo en el poder, como tampoco los escándalos por corrupción gubernamental, protagonizados por el único presidente con tantos funcionarios investigados por la ley. Muchos colombianos lograron conectarse con las expresiones paternales y cuidadosamente pensadas del expresidente, para generar esos sentimientos de culto a la figura y a la personalidad del líder tribal, aunque engañoso en sus apreciaciones y probadamente equivocado en muchas de sus decisiones.
La existencia del carisma tiene importantes explicaciones evolutivas. Hace cientos de miles de años, las sociedades estaban lejos de existir bajo los principios de la democracia o las constituciones. Las amenazas de ocupación y asesinatos entre tribus eran la constante. La vida y la muerte se definían por acuerdos frágiles y cambiantes. Las micro-expresiones faciales y corporales de fortaleza, seguridad, confianza y decisión, podrían haber consistido ser las únicas señales disponibles para apoyar al vencedor.
Es entonces de resaltar, si los juicios sobre el carisma no tendrán impacto también en las próximas elecciones políticas colombianas. En las redes sociales vemos a opinadores de turno y a ciudadanos, definiendo sus simpatías y antipatías hablando de los caracteres más personales, más que de las propuestas o de los argumentos. Se habla de la arrogancia de tal candidato. De la pedancia del otro. Del carácter poco vehemente o definido de alguno. De la desconfianza que inspira o no el otro. Del acento al hablar de aquel. Algún candidato ha tenido que incluso explicar que muchas de las características que le son atribuidas, se deben a aparentes deficiencias de su personalidad, como su timidez.
Es entonces necesario se comprenda de manera colectiva, que el carisma resulta engañoso. Propio de personas con habilidades sociales, pero también dogmáticas de pensamiento. No es casual que la sonrisa de cualquier primate sea esa adaptación evolutiva que suelen esconder la perspicacia y la desconfianza. Debemos entonces comprender de una buena vez, que los mejores gobernantes para estos complejos tiempos modernos, no son los que hablan y dicen cosas para el agrado fácil de muchos, sino que de hecho, son esos que, a riesgo de ser malinterpretados, dicen cosas necesarias, pero impopulares. Quienes develan con total sinceridad los gestos más característicos de su ser y de sus personalidades. Y claramente, no me refiero al coscorrón propinado por el ex vicepresidente, una característica probada de un carácter personal indeseable. Por el contrario, me refiero, por ejemplo, a Antanas Mockus, un hombre incapaz de mentir en los debates, que terminó siendo condenado moralmente por tantos, por decir la verdad, y no pretender, o poder ser, carismático. Así, requerimos de un esfuerzo de racionalidad para tener un país gobernado por quienes son probadamente tanto competentes, como éticos, y tal vez deficientemente carismáticos.
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